BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Gustavo Adolfo Bécquer

1836 - 1870

 

Artículos

 

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La ridiculez

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Gaceta literaria, 14 de marzo, 1863

 

La ridiculez es un accidente moderno en la historia de las costumbres.

Merced a sus revoluciones internas, los pueblos, como los individuos, suelen cambiar de temperamento más de una vez en su vida.

En estos cambios, el virus social toma diversas formas para manifestarse.

A nosotros nos ha tocado la manía de la ridiculez por azote.

Antes de seguir hablando sobre la ridiculez, parecía natural que procediera a definirla exactamente.

Cansados de darle muchas vueltas al asunto, cuantos han tratado de definir la gracia han concluido por ponerse de acuerdo en que es un no sé qué inexplicable.

Y después de esta verdad inconcusa no se ha encontrado definición más exacta.

Pues hallo la fórmula, a ella me ajusto.

La ridiculez, como la gracia, es un no sé qué indefinible.

¿Quién sabe, si no, en qué consiste, cuál es su forma de manifestación, dónde comienza, dónde concluye?

Se ha dicho, sin embargo, que la gracia es la luz de la fisonomía.

Esto no es una definición, es una frase; pero la frase es bonita y ha hecho fortuna, lo cual prueba que, como las tortas a falta de pan, son buenas las frases a falta de definiciones.

Puesto en este camino, mi tarea se simplifica extraordinariamente.

La ridiculez es una cosa horrible que hace reír.

Es algo que mata y regocija.

Es Arlequín que cambia su espada de madera por otra de acero, asesina con ella en broma y dice después a su víctima una bufonada por toda oración fúnebre.

Es Mefistófeles, con peor intención y menos profundidad, que se burla de todo lo santo.

Es Falstaff, menos filósofo y más raquítico, que empequeñece todo lo grande.

Ésta es también una frase.

Tanto valdría afirmar que el agua en el universo hay que buscarla en la tinaja de mi cocina.

El ridículo se encuentra un paso más allá del sublime, porque se encuentra un paso más allá de todo.

Y, lo que es peor, un poco más acá también.

Es un monstruo que nos tiene tendida una red inmensa y oculta.

Un enemigo artero que se esconde detrás de nuestras más sencillas acciones, de nuestras palabras más inocentes, de nuestros movimientos más insignificantes.

Todos andamos temblando con el miedo de caer en su celada.

Todos vivimos con la angustia de Damocles y del licenciado Vidriera, temiendo que se rompa el hilo que suspende el ridículo sobre nuestra cabeza y nos atraviese como con una espada o nos quiebre como con un cántaro caído de una torre.

Y no es extraño este exagerado temor.

La ridiculez, como dejo dicho, es la muerte social.

Una muerte dolorosa y cómica por añadidura.

Contra este veneno se ha encontrado, no obstante, un específico.

Pero en este caso sí que puede decirse que es peor el remedio que la enfermedad.

La ridiculez se cura con sangre.

Es preciso espantar si no se quiere hacer reír.

Una vez erizada la sociedad de estos escollos, los hombres, como los navegantes, debiéramos tener una carta hidrográfica para navegar por sus aguas sin peligro.

Yo sé, próximamente, lo que es bueno y lo que es malo.

Yo sé lo que se castiga y lo que se premia. La religión tiene su catecismo.

La sociedad, sus leyes civiles y criminales.

Nadie conoce, sin embargo, el código de la ridiculez.

Nadie, aunque quisiera, podría atenerse a la ley escrita

¿Cómo distinguirla, pues?

¿Cómo evitarla, si nada hay más elástico que su círculo de acción?

Es ridículo desde el pobre diablo que lleva una levita de hechura atrasada hasta el esposo a quien arrebatan su honor.

Quitad el desenlace a El médico de su honra, y queda el protagonista en ridículo.

Dadle un fin trágico a El lindo don Diego, y lo convertís en un personaje decoroso.

La teoría del ridículo, sentada sobre esta base, no dejaría de ser un tanto peligrosa.

¿En qué consiste, entonces, la ridiculez?

Entran en su dominio las lágrimas de sentimiento y la hechura de ciertos cuellos de camisa.

La turbación del amante y la manera de andar de ciertas personas.

La sencilla franqueza del hombre honrado y tal o cual corte de gabán.

Lo que he observado es que los bribones y los truhanes son los únicos que nunca se encuentran en ridículo.

Y, sin embargo, se dice que el ridículo es peor que la muerte.

Y, sin embargo, el estar o no en ridículo es independiente de nuestra voluntad, porque nos puede poner el primero a quien se le antoje.

Cuando se para mientes en estos absurdos de la vida, se cree que la lógica se ha hecho para entretenimiento de los escolares.

El sistema decimal hará uno, con el tiempo, los diversos sistemas de monedas, pesos y medidas del mundo.

Un idioma universal acabará, más tarde o más temprano, por hacer que todos los hombres se entiendan entre sí.

En las apreciaciones sociales, nunca dejará cada uno de ver las cosas por un prisma diferente. «Dadme un punto de apoyo -decía Arquímedes- y levantaré en peso el mundo.»

Dadme una verdad social, digo yo, y partiendo de ella, las hallaré todas y daré, como Moisés, unas tablas de la ley y haré de la tierra un paraíso.

Quizá por esta última razón estaremos condenados a buscarla eternamente, sin hallarla nunca.