BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Gustavo Adolfo Bécquer

1836 - 1870

 

Artículos

 

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La picota de Ocaña

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La hora en que se ve, la luz que recibe, o el horizonte sobre que se dibuja, modifican hasta tal punto las apariencias de un mismo objeto, que sería difícil fijar su verdadero carácter aislándole del fondo que le rodea o contemplándole bajo otro punto de vista del que le conviene.

Saliendo de la villa de Ocaña, por el lado que conduce a las eras, en uno de esos calurosos días de julio en que sólo cuando declina el sol y se levanta el aire fresco de la tarde es posible respirar fuera del recinto de las poblaciones, sorprende el animado cuadro que presenta la inmediata llanura.

Por un lado se descubre la hilera de casas, cercas y bardales de los barrios extremos de la población, entre cuyos rojizos tejados asoman los chapiteles de las torres, las espadañas de las iglesias, y, de trecho en trecho, el almenado lienzo de un muro: por otro se ve el espacio que constituye las eras, limitada llanura formada por la meseta de una suave colina: al fondo se desenvuelve la línea azul de los montes lejanos, bañada en un luminoso y encendido vapor que vela los contornos y los colores con una tinta general dulce y armoniosa.

Diseminados acá y allá en pintoresco desorden, animan el paisaje numerosos grupos de figuras: campesinos, mujeres, animales que van y vienen ocupados en las faenas propias de un pueblo esencialmente agrícola. Aquí rumian los bueyes acostados junto a las carretas; allí corren las mulas describiendo un círculo al arrastrar el trillo sobre las parvas; los labriegos aventan el grano, las muchachas cruzan cargadas de haces de espigas, los chicuelos espeluznados y con la cabeza llena de paja, se revuelcan por los montones de trigo. Unos cantan, otros ríen; éstos se llaman con gritos desaforados, aquéllos animan a las bestias con rudas interjecciones; todo es vida y movimiento, colores y luz que se combinan en efectos pictóricos a cual más sorprendentes.

En mitad de este alegre cuadro, dominando los grupos de figuras, cortando las horizontales líneas del fondo y destacándose como perfilado de oro por los rayos del sol poniente sobre el azul del cielo, se levanta un monumento de granito, airoso y elegante, cuyo carácter no es posible definir y cuya destinación se comprende apenas.

Es alto como una mediana torre, esbelto y delgado como una palma; el arte ojival trazó su silueta reuniendo al más puro y ligero de sus contornos góticos los rasgos más sencillos y característicos de su graciosa ornamentación. El tiempo ha completado la obra del artista, prestándole la riqueza de color y la variedad de tonos que los años dan al granito; las mutilaciones propias de las injurias de la edad contribuyen a hacerlo pintoresco; un cabo de enredadera que sale de entre las junturas de los sillares, los jaramagos que crecen al pie y cubren en parte los rotos escalones, el sol que llamea en los abiertos brazos de la cruz de hierro que lo corona, todos son detalles y accidentes que aumentan su hermosura.

Cuando los labradores terminan su ruda tarea, cuando las muchachas han amontonado ya los haces en la parva y el sol prolonga los azules batientes de los objetos, unos tras otros vienen a agruparse al lado del alto pilar, y ya de pie, apoyados en las palas y las horquillas, ya sentados en los escalones aspirando la fresca brisa que enjuga el sudor de sus frentes, relatan cuentos de príncipes y encantadores o graciosos chascarrillos que son acogidos por la multitud con exclamaciones de asombro o risotadas interminables.

Difícil sería que el espectador de esta égloga, examinando el monumento, punto de reunión de los tranquilos campesinos, presintiese su historia, fijase su carácter o adivinase el pensamiento a que obedeció el artista al levantarlo.

El transcurso de las edades y la variación de las costumbres han despojado aquel sitio de su sello histórico.

Hace algún tiempo el caminante que caballero en su mula llegase a la villa de Ocaña por la parte de las eras, si se había retrasado en el camino hasta el punto de entrársele la noche nebulosa y triste, no podría menos de hacer la señal de la cruz, murmurar una oración y tirar de rienda a su cabalgadura para desviarse de aquel sitio.

Alto, delgado e inmóvil como un fantasma, vería destacarse sobre el anubarrado cielo de la noche, rompiendo la dentellada línea de casas de la población, un monumento de piedra semejante a esas columnas que permanecen de pie y aisladas entre las ruinas de un templo. Si la medrosa soledad de sus contornos, si el sordo aleteo de las aves de rapiña que venían a detenerse sobre la cruz del remate, si su forma particular e imponente no bastaban a hacerle comprender lo que aquello era, una cabeza separada del tronco, greñuda y horrible, metida dentro de una jaula de hierro, un miembro humano enganchado en un garfio, o el enjuto cadáver de un hombre suspendido aún de la cuerda y bamboleándose lentamente al soplo del aire de la noche, le dirían bien pronto que había dado de manos a boca con la picota del lugar.

La picota, como cuestión de arte, es la horca elevada a monumento, la columna triunfal erigida en honor del verdugo.

Los señores que ejercían jurisdicción y señorío en un lugar la colocaban en otros tiempos a la entrada, como señal de dominio. ¡Cuántos dolores, cuántas infamias, cuántas ignominias se han atado a esos pilares de piedra que aún puede ver el viajero en la mayor parte de nuestras pequeñas poblaciones! ¡Cuánta sangre ha chorreado a lo largo de esos obscuros postes por donde hoy trepan los tallos de las enredaderas silvestres!

El aldeano que apenas recuerda confusamente la tradición, que no comprende lo que significa el castillo que todavía domina las casucas del lugar, agrupado a sus pies; que no sabe cuántas obscuras generaciones pasaron humillando la frente ante aquel signo de fuerza, viene en la tarde a sentarse indiferente junto a la picota; las muchachas refieren cuentos agrupadas en sus escalones; los chicos trepan a la cúspide a coger los nidos de los pájaros; ¿qué más? ¡Hasta en un pueblo he visto hacer en ella un columpio!

Hay algo providencial en ese olvido que borra el pasado de la memoria de las masas, ahogando así los gérmenes de muchas violencias, de muchos odios y de muchos sombríos pensamientos. Por eso a solas conmigo me he preguntado más de una vez si será o no conveniente remover lo que duerme en el fondo de la conciencia del pueblo, hablándole de esas que sólo puede perdonar olvidándolas.