BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Gustavo Adolfo Bécquer

1836 - 1870

 

Cartas desde mi celda

 

Carta novena

 

______________________________________________________________

 

 

 

La virgen de veruela.

 

A la señorita doña M. L. A.

 

Apreciable amiga: Al enviarle una copia exacta, quizás la única que de ella se ha sacado hasta hoy, prometí a usted referirle la peregrina historia de la imagen en honor de la cual un príncipe poderoso levantó el monasterio desde una de cuyas celdas he escrito mis cartas anteriores.

Es una historia que, aunque transmitida hasta nosotros por documentos de aquel siglo y testificada aún por la presencia de un monumento material, prodigio del arte elevado en su conmemoración, no quisiera entregarla al frío y severo análisis de la crítica filosófica, piedra de toque a cuya prueba se someten hoy día todas las verdades.

A esa terrible crítica que, alentada con algunos ruidosos triunfos, comenzó negando las tradiciones gloriosas y los héroes nacionales y ha acabado por negar hasta el carácter divino de Jesús, ¿qué concepto le podría merecer ésta que desde luego calificaría de conseja de niños?

Yo escribo y dejo poner estas desaliñadas líneas en letras de molde porque la mía es mala y sólo así le será posible entenderme; por lo demás, yo las escribo para usted, para usted exclusivamente, porque sé que las delicadas flores de la tradición sólo puede tocarlas la mano de la piedad y sólo a ésta le es dado aspirar su religioso perfume sin marchitar sus hojas.

En el valle de Veruela y como a una media hora de distancia de su famoso monasterio hay, al fin de una larga alameda de chopos que se extiende por la falda del monte, un grueso pilar de argamasa y ladrillo. En la mitad más alta de este pilar, cubierto ya de musgo merced a la continuada acción de las lluvias y al que los años han prestado su color oscuro e indefinible, se ve una especie de nicho que en su tiempo debió contener una imagen, y sobre el cónico chapitel que lo remata, el asta de hierro de una cruz cuyos brazos han desaparecido. Al pie crecen y exhalan un penetrante y campesino perfume, entre una alfombra de menudas hierbas, las aliagas espinosas y amarillas, los altos romeros de flores azules y otra gran porción de plantas olorosas y saludables. Un arroyo de agua cristalina corre allí con un ruido apacible, medio oculto entre el espeso festón de juncos y lirios blancos que dibuja sus orillas y, en el verano, las ramas de los chopos, agitadas por el aire que continuamente sopla de la parte del Moncayo, dan a la vez música y sombra. Llaman a este sitio La Aparecida, porque en él tuvo lugar, hará próximamente unos siete siglos, el suceso que dio origen a la fundación del célebre monasterio de la orden del Císter, conocido con el nombre de Santa María de Veruela.

Refiere un antiguo códice y es tradición constante en el país que, después de haber renunciado a la corona que le ofrecieron los aragoneses a poco de ocurrida la muerte de don Alfonso en la desgraciada empresa de Fraga, don Pedro Atares, uno de los más poderosos magnates de aquella época, se retiró al castillo de Borja, del que era señor, y donde en compañía de algunos de sus leales servidores y como descanso de las continuas inquietudes, de las luchas palaciegas y del batallar de los campos, decidió pasar el resto de sus días entregado al ejercicio de la caza, ocupación favorita de aquellos rudos y valientes caballeros, que sólo hallaban gusto durante la paz en lo que tan propiamente se ha llamado simulacro e imagen de la guerra.

El valle en que está situado el monasterio, que dista tres leguas escasas de la ciudad de Borja, y la falda del Moncayo que pertenece a Aragón eran entonces parte de su dilatado señorío, y como quiera que de los pueblecillos que ahora se ven salpicados aquí y allá por entre las quiebras del terreno no existían más que las atalayas y algunas miserables casucas, abrigo de pastores, que las tierras no se habían roturado ni las crecientes necesidades de la población habían hecho caer al golpe del hacha los añosísimos árboles que lo cubrían, el valle de Veruela, con sus bosques de encinas y carrascas seculares y sus intrincados laberintos de vegetación virgen y lozana, ofrecía seguro abrigo a los ciervos y jabalíes, que vagaban por aquellas soledades en número prodigioso.

Aconteció una vez que, habiendo salido el señor de Borja rodeado de sus más hábiles ballesteros, sus pajes y sus ojeadores a recorrer esta parte de sus dominios en busca de la caza en que era tan abundante, sobrevino la tarde sin que, cosa verdaderamente extraordinaria, dadas las condiciones del sitio, encontrasen una sola pieza que llevar a la vuelta de la jornada como trofeo de la expedición.

Dábase a todos los diablos don Pedro Atares y, a pesar de su natural prudencia, juraba y perjuraba que había de colgar de una encina a los cazadores furtivos, causa, sin duda, de la incomprensible escasez de reses que por vez primera notaba en sus cotos; los perros gruñían cansados de permanecer tantas horas ociosos atados a la traílla; los ojeadores, roncos de vocear en balde, volvían a reunirse a los mohínos ballesteros, y todos se disponían a tomar la vuelta del castillo para salir de lo más espeso del carrascal antes que la noche cerrase tan oscura y tormentosa como lo auguraban las nubes suspendidas sobre la cumbre del vecino Moncayo, cuando de repente una cierva, que parecía haber estado oyendo la conversación de los cazadores, oculta por el follaje, salió de entre las matas más cercanas y, como burlándose de ellos, desapareció a su vista para ir a perderse entre el laberinto del monte. No era aquélla seguramente la hora más a propósito para darle caza, pues la oscuridad del crepúsculo, aumentada por la sombra de las nubes que poco a poco iban entoldando el cielo, se hacía cada vez más densa; pero el señor de Borja, a quien desesperaba la idea de volverse con las manos vacías de tan lejana excursión, sin hacer alto en las observaciones de los más experimentados, dio apresuradamente la orden de arrancar en su seguimiento y, mandando a los ojeadores por un lado y a los ballesteros por otro, salió a brida suelta y seguido de sus pajes, a quienes pronto dejó rezagados en la furia de su carrera tras la imprudente res que de aquel modo parecía haber venido a burlársele en sus barbas.

Como era de suponer, la cierva se perdió en lo más intrincado del monte, y a la media hora de correr en busca suya, cada cual en una dirección diferente, así don Pedro Atares, que se había quedado completamente solo, como los menos conocedores del terreno de su comitiva, se encontraron perdidos en la espesura. En este intervalo cerró la noche y la tormenta, que durante toda la tarde se estuvo amasando en la cumbre del Moncayo, comenzó a descender lentamente por su falda y a tronar y a relampaguear, cruzando las llanuras como en un majestuoso paseo. Los que las han presenciado pueden sólo figurarse toda la terrible majestad de las repentinas tempestades que estallan a aquella altura donde los truenos, repercutidos por las concavidades de las peñas, las ardientes exhalaciones atraídas por la frondosidad de los árboles y el espeso turbión de granizo congelado por las corrientes de aire frío e impetuoso, sobrecogen el ánimo hasta el punto de hacernos creer que los montes se desquician, que la tierra va a abrirse debajo de los pies o que el cielo, que cada vez parece estar más bajo y ser más pesado, nos oprime como con una capa de plomo. Don Pedro Atares, solo y perdido en aquellas inmensas soledades, conoció tarde su imprudencia y en vano se esforzaba para reunir en torno suyo a su dispersa comitiva; el ruido de la tempestad, que de cada vez se hacía mayor, ahogaba sus voces.

Ya su ánimo, siempre esforzado y valeroso, comenzaba a desfallecer ante la perspectiva de una noche eterna, perdido en aquellas soledades y expuesto al furor de los desencadenados elementos; su noble cabalgadura, aterrorizada y medrosa, se negaba a proseguir adelante, inmóvil y como clavada en la tierra, cuando, dirigiendo sus ojos al cielo, se escapó involuntaria de sus labios una piadosa oración a la Virgen, a quien el cristiano caballero tenía costumbre de invocar en los más duros trances de la guerra y que en más de una ocasión le había dado la victoria. La Madre de Dios oyó sus palabras y descendió a la tierra para protegerle. Yo quisiera tener la fuerza de imaginación bastante para poderme figurar cómo fue aquello. Yo he visto pintadas por nuestros más grandes artistas algunas de esas místicas escenas; yo he visto, y usted habrá visto también, a la misteriosa luz de la gótica catedral de Sevilla, uno de esos colosales lienzos en que Murillo, el pintor de las santas visiones, ha intentado fijar, para pasmo de los hombres, un rayo de esa diáfana atmósfera en que nadan los ángeles como en un océano de luminoso vapor; pero allí es necesaria la intensidad de las sombras en un punto del cuadro para dar mayor realce a aquel en que se entreabren las nubes como en una explosión de claridad; allí, pasada la primera impresión del momento, se ve el arte luchando con sus limitados recursos para dar idea de lo imposible.

Yo me figuro algo más, algo que no se puede decir con palabras ni traducir con sonidos o con colores. Me figuro un esplendor vivísimo que todo lo rodea, todo lo abrillanta, que, por decirlo así, se compenetra en todos los objetos y los hace aparecer como de cristal, y en su foco ardiente lo que pudiéramos llamar la luz dentro de la luz. Me figuro cómo se iría descomponiendo el temeroso fragor de la tormenta en notas largas y suavísimas, en acordes distantes, en rumor de alas, en armonías extrañas de cítaras y salterios. Me figuro ramas inmóviles, el viento suspendido y la tierra, estremecida de gozo con un temblor ligerísimo al sentirse hollada otra vez por la divina planta de la Madre de su Hacedor, absorta, atónita y muda, sostenerla por un instante sobre sus hombros. Me figuro, en fin, todos los esplendores del cielo y de la tierra reunidos en un solo esplendor, todas las armonías en una sola armonía, y en mitad de aquel foco de luz y de sonidos, la celestial señora, resplandeciendo como una llama más viva que las otras resplandece entre las llamas de una hoguera, como dentro de nuestro sol brillaría otro sol más brillante.

Tal debió aparecer la Madre de Dios a los ojos del piadoso caballero que, bajando de su cabalgadura y postrándose hasta tocar el suelo con la frente, no osó levantarlos mientras la celeste visión le hablaba, ordenándole que en aquel lugar erigiese un templo en honra y gloria suya.

El divino éxtasis duró cortos instantes; la luz se comenzó a debilitar como la de un astro que se eclipsa, la armonía se apagó, temblando sus notas en el aire como el último eco de una música lejana, y don Pedro Atares, lleno de un estupor indecible, corrió a tocar con sus labios el punto en que había puesto sus pies la Virgen. Pero, ¡cuál no sería su asombro al encontrar en él una milagrosa imagen, testimonio real de aquel prodigio, prenda sagrada que, para eterna memoria de tan señalado favor, le dejaba, al desaparecer, la celestial señora!

A esta sazón, aquellos de sus servidores que habían logrado reunirse y que, después de haber encendido algunas teas, recorrían el monte en todas direcciones haciendo señales en las trompas de ojeo a fin de encontrar a su señor por entre aquellas intrincadas revueltas, donde era de temer le hubiera acontecido una desgracia, llegaron al sitio en que acababa de tener lugar la maravillosa aparición. Reunida, pues, la comitiva y conocedores todos del suceso, improvisáronse una andas con las ramas de los árboles, y en piadosa procesión, llevando los caballos del diestro e iluminándola con el rojizo resplandor de las teas, llevaron consigo la milagrosa imagen hasta Borja, en cuyo histórico castillo entraron al mediar la noche.

Como puede presumirse, don Pedro Atares no dejó pasar mucho tiempo sin realizar el deseo que había manifestado la Virgen. Merced a sus fabulosas riquezas, se allanaron todas las dificultades que parecían oponerse a su erección y el suntuoso monasterio con su magnífica iglesia, semejante a una catedral, sus claustros imponentes y sus almenados muros, levantóse como por encanto en medio de aquellas soledades.

San Bernardo en persona vino a establecer en él la comunidad de su regla y a asistir a la traslación de la milagrosa imagen desde el castillo de Borja, donde había estado custodiada, hasta su magnífico templo de Veruela, a cuya solemne consagración asistieron seis prelados y estuvieron presentes muchos magnates y príncipes poderosos, amigos y deudos de su ilustre fundador, don Pedro Atares, el cual, para eterna memoria del señalado favor que había obtenido de la Virgen, mandó colocar una cruz y la copia de su divina imagen en el mismo lugar en que la había visto descender del cielo. Este lugar es el mismo de que he hablado a usted al principio de esta carta, y que todavía se conoce con el nombre de La Aparecida. Yo oí por primera vez referir la historia, que a mi vez he contado, al pie del humilde pilar que la recuerda, y antes de haber visto el monasterio, que ocultaban aún a mis ojos las altas alamedas de árboles, entre cuyas copas se esconden sus puntiagudas torres.

Puede usted, pues, figurarse con qué mezcla de curiosidad y veneración traspasaría luego los umbrales de aquel imponente recinto, maravilla del arte cristiano que guarda aún en su seno la misteriosa escultura, objeto de ardiente devoción por tantos siglos, y a la que nuestros antepasados, de una generación en otra, han tributado sucesivamente las honras más señaladas y grandes. Allí, día y noche, y hasta hace poco, ardían delante del altar en que se encontraba la imagen sobre un escabel de oro doce lámparas de plata que brillaban, meciéndose lentamente, entre las sombras del templo, como una constelación de estrellas. Allí los piadosos monjes, vestidos de sus blancos hábitos, entonaban a todas horas sus alabanzas en un canto grave y solemne que se confundía con los amplios acordes del órgano. Allí los hombres de armas del monasterio, mitad templo, mitad fortaleza, los pajes del poderoso abad y sus innumerables servidores la saludaban con ruidosas aclamaciones de júbilo y como a la hermosa castellana de aquel castillo, cuando, en los días clásicos, la sacaban un momento por sus patios, coronados de almenas, bajo un palio de tisú y pedrería.

Al penetrar en aquel anchuroso recinto, ahora mudo y solitario, al ver las almenas de sus altas torres caídas por el suelo, la yedra serpenteando por las hendiduras de sus muros, las ortigas y los jaramagos que crecen en montón por todas partes, se apodera del alma una profunda sensación de involuntaria tristeza. Las enormes puertas de hierro de la torre se abren rechinando sobre sus enmohecidos goznes con un lamento agudo siempre que un curioso viene a turbar aquel alto silencio y dejan ver el interior de la abadía con sus calles de cipreses, su iglesia bizantina en el fondo y el severo palacio de los abades. Pero aquella otra gran puerta del templo, tan llena de símbolos incomprensibles y de esculturas extrañas, en cuyos sillares han dejado impresos los artífices de la Edad Media los signos misteriosos de su masónica hermandad; aquella gran puerta que se colgaba un tiempo de tapices y se abría de par en par en las grandes solemnidades, no volverá a abrirse, ni volverá a entrar por ella la multitud de los fieles, convocados al son de las campanas que volteaban alegres y ruidosas en la elevada torre. Para penetrar hoy en el templo es preciso cruzar nuevos patios, tan extensos, tan ruinosos y tan tristes como el primero, internarse en el claustro procesional, sombrío y húmedo como un sótano, y, dejando a un lado las tumbas en que descansan los hijos del fundador, llegar hasta un pequeño arco que apenas si en mitad del día se distingue entre las sombras eternas de aquellos medrosos pasadizos y donde una losa negra, sin inscripción y con una espada groseramente esculpida, señala el humilde lugar en que el famoso don Pedro Atares quiso que reposasen sus huesos.

Figúrese usted una iglesia tan grande y tan imponente como la más imponente y más grande de nuestras catedrales. En un rincón, sobre un magnífico pedestal labrado de figuras caprichosas y formando el más extraño contraste, una pequeña jofaina de loza de la más basta de Valencia hace las veces de pila para el agua bendita. De las robustas bóvedas cuelgan aún las cadenas de metal que sostuvieron las lámparas, que ya han desaparecido; en los pilares se ven las estacas y las anillas de hierro de que pendían las colgaduras de terciopelo franjado de oro, de las que sólo queda la memoria; entre dos arcos existe todavía el hueco que ocupaba el órgano. No hay vidrios en las ojivas que dan paso a la luz, no hay altares en las capillas, el coro está hecho pedazos, el aire, que penetra sin dificultad por todas partes, gime por los ángulos del templo, y los pasos resuenan de un modo tan particular que parece que se anda por el interior de una inmensa tumba. Tal es el efecto que produce la iglesia del monasterio cuando por primera vez se traspasan sus umbrales.

Allí, sobre un mezquino altar hecho de los despedazados restos de otros altares recogidos por alguna mano piadosa y alumbrado por una lamparilla de cristal, con más agua que aceite, cuya luz chisporrotea próxima a extinguirse, se descubre la santa imagen, objeto de tanta veneración en otras edades, a la sombra de cuyo altar duermen el sueño de la muerte tantos próceres ilustres, a la puerta de cuyo monasterio dejó su espada como en señal de vasallaje un monarca español que, atraído por la fama de sus milagros, vino a rendirle, en época no muy remota, el tributo de sus oraciones. De tanto esplendor, de tanta grandeza, de tantos días de exaltación y de gloria, sólo queda ya un recuerdo en las antiguas crónicas del país y una piadosa tradición entre los campesinos que de cuando en cuando atraviesan con temor los medrosos claustros del monasterio para ir a arrodillarse ante Nuestra Señora de Veruela que para ellos, así en la época de su grandeza como la de su abandono, es la santa protectora de su escondido valle.

En cuanto a mí, puedo asegurar a usted que en aquel templo, abandonado y desnudo, rodeado de tumbas silenciosas donde descansan ilustres próceres, sin descubrir al pie del ara que la sostiene más que las mudas e inmóviles figuras de los abades muertos, esculpidos groseramente sobre las losas sepulcrales del pavimento de la capilla, la milagrosa imagen, cuya historia conocía de antemano, me infundió más hondo respeto, me pareció más hermosa, más rodeada de una atmósfera de solemnidad y de grandeza indefinibles que otras muchas que había visto antes en retablos churriguerescos, muy cargadas de joyas ridículas, muy alumbradas de luces en forma de pirámides y de estrellas, muy engalanadas con profusión de flores de papel y de trapo.

A usted, y a todo el que sienta en su alma la verdadera poesía de la religión, creo que le sucedería lo mismo.

 

El Contemporáneo

6 de octubre, 1864