BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Gustavo Adolfo Bécquer

1836 - 1870

 

Narraciones

 

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Un lance pesado

 

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Como a la mitad del camino que conduce de Ágreda a Tarazona y en una hondonada por la que corre un pequeño arroyo, hay una casuca de miserable aspecto, especie de barraca con honores de venta, donde los arrieros castellanos y aragoneses se detienen a echar un trago en los días de calor o a sentarse un rato a la lumbre cuando sopla el cierzo o cae una nevada. La venta no es de los lugares más seguros que digamos; las crónicas del país refieren mil y mil historietas de asaltos nocturnos, robos y muertes acontecidos en sus alrededores y sin duda alguna fraguados por los pajarracos de cuenta que aquí concurrían, y encubiertos por el antiguo ventero, hombre de tan mala vida como mal fin dicen que tuvo.

Las continuadas visitas de la Guardia Civil y el haber cambiado la venta de dueño han sido causas más que suficientes para hacer de aquellos lugares, antes temibles, uno de los pasos más seguros del camino de Tarazona. Así me lo aseguraron al menos gentes conocedoras de la comarca; pero, como suele decirse, cría fama y échate a dormir. Rara es la persona que cuando comienza a internarse en aquel barranco, donde por todas partes limitan el horizonte las quiebras del terreno y en cuyo fondo se ve la casuquilla sucia, oscura, y ruinosa y como agazapada al borde de la senda, al acecho del caminante; rara es la persona, repetimos, y sobre todo si tiene algo que perder, que no tienda a su alrededor una mirada de inquietud, y después de cerciorarse de que su escopeta está cebada y pronta, no arrima los talones a la caballería que le conduce, por aquello de que el mal paso andarlo pronto.

La primera y única vez que he llegado a aquel punto no la olvidaré nunca. Hay acontecimientos en la vida tan extraños y horribles que, si cien años viviéramos, los tendríamos siempre tan frescos en la memoria como el día que tuvieron lugar. El que voy a referir es seguramente uno.

Ya hace de esto bastantes años. Yo iba en compañía de un amigo a visitar el antiguo monasterio de Veruela, una magnífica obra de arte que me habían ponderado mucho y que deseaba ver hacía algún tiempo. Salimos al amanecer de un pequeño lugar próximo a Soria, donde me encontraba entonces; atravesamos la sierra del Madero, y, después de una jornada de cuatro o cinco horas, hicimos alto para comer en Ágreda.

El día, que se mantuvo nebuloso hasta cosa de las doce, comenzó a ponerse tan malo que, al llegar a los postres de la comida, me asomé a una de las ventanas de la posada en que habíamos hecho alto, y viendo encapotarse el cielo de nubes oscuras y amenazadoras, de las cuales comenzaban a desprenderse algunas gotas de agua, exclamé, dirigiéndome a mi compañero:

–¿Te parece que hagamos noche aquí?

–Allá veremos cómo se presenta la tarde –me contestó.

Y dando un golpe en la mesa, llamó al muchacho que nos servía e hizo traer una botella más sobre las dos que ya nos habíamos bebido: total, tres. Y hago esta mención del número de botellas, porque si el lector, como en el cuento de Las cabras de Sancho, quiere llevar la cuenta de las que bebimos, tal vez encontrará más natural y verosímil el desenlace de la historia que voy a referirle.

Cuando concluimos con la tercera botella, llovía si Dios tenía qué. Hicimos traer la cuarta, y cuando arrojamos el casco vacío, yo no sé ya si llovía o tronaba; lo que puedo decir es que la habitación se nos andaba alrededor, que bajamos la escalera a trompicones, ensillamos como pudimos y algunos minutos después corríamos a rienda suelta por el camino de Tarazona, sin cuidarnos más de los truenos, el granizo y la lluvia, que de las desazones del gran turco. Y así corrimos sin parar hasta el barranco de la venta.

El agua caía a torrentes, el camino estaba hecho una laguna, y nosotros calados hasta los huesos. Tal vez el frío, el aire que nos había azotado la cara, nuestra crítica situación o todas estas cosas juntas, contribuyeron a despejarnos un poco. Una vez despejados y serenos, conocimos toda la atrocidad de nuestra locura. La noche comenzaba a cerrar, el camino se había puesto intransitable. Tarazona distaba aún más de tres leguas, el arroyo del barranco, crecido con las vertientes, no era ya un arroyo, sino un río.

–¿Qué hacemos? –exclamé yo un poco preocupado y dirigiéndome a mi amigo, que probaba aunque sin éxito a vadear el arroyo.

–No nos queda mucho para escoger –me respondió sin alterarse–: o quedarnos en la venta, o volver a Ágreda, porque, en cuanto al arroyo, no soy yo quien lo vadea esta noche.

Al oírle fijé la vista en la casucha, y sin poderlo remediar me asaltaron la memoria el recuerdo de todos los episodios terribles que acerca de ella me habían referido. Preocupado con estas siniestras ideas, guardé silencio.

–¡Bah! –prosiguió mi amigo–, quedémonos aquí; si nos falta cama, no nos faltará un jarro de vino, y a falta de pan, buenas son tortas.

Así diciendo, se apeó del caballo y comenzó a llamar a la puerta de la casa. Le imité, aunque costándome algún trabajo vencer una especie de temor que no expresaba por parecerme no sólo infundado, sino hasta ridículo. Llamamos una, dos, tres, hasta cinco veces, sin que nadie nos contestase. Yo creí oír, sin embargo, el eco de varias voces dentro de la casa, y a través de los mal unidos tableros de la puerta veía el resplandor de la llama del hogar. Volvimos a golpear con más fuerza hasta que, al cabo de mucho tiempo, sentimos el rechinar del cerrojo, se abrió la puerta y apareció el ventero en el dintel.

–Ustedes perdonen, señores –nos dijo con una cara muy afable–; ya hacía rato que oíamos llamar, pero, como corre una cercera tan grande, se nos antojó que el viento movía las puertas.

Mi amigo parecía satisfecho con la explicación; a mí comenzaba por hacerme mal efecto la afabilidad del ventero y su carácter de hombre honrado. Si hubiera tenido trazas de facineroso, tal como yo me lo figuré de antemano en la imaginación, tal vez no me hubiese dado tanto en qué pensar. Entramos en la cocina; mi primer cuidado fue revolver los ojos alrededor buscando las personas cuyas voces había oído desde la puerta. No había en ella más que una muchacha, bien linda por cierto, que atizaba el fuego del hogar, y un gato que dormitaba acurrucado junto a la lumbre. «¿Por dónde ha desaparecido esa gente?», pensé yo, y entre tanto y con el mayor disimulo posible, hería el suelo con el pie para cerciorarme de que no había ninguna trampa. Mientras yo me mantenía silencioso y retraído y el ventero se ocupaba en quitar la silla a nuestros caballos, mi amigo, so pretexto de encender un cigarro, se acercó al hogar, y, después de los cuatro o cinco piropos de costumbre, trabó conversación con la muchacha de la venta. No he visto en mi vida cara más graciosa, más ingenua, ni de expresión más sencilla e inocente que la de aquella muchacha, ni tampoco he encontrado mujer que me haya inspirado una repulsión instintiva y una antipatía natural más grande. Concluyó el ventero su operación y sentóse en un rincón de la cocina; la muchacha colocó delante del hogar una mesilla de pino, desvencijada y coja, y sobre la mesa un jarro boquirroto y dos vasos. Mi amigo comenzó a beber y a charlar; yo bebía en silencio; el ventero dormitaba; el gato gruñía con un ruido particular; la muchacha tenía fijos en nosotros dos ojos que me parecían tan grandes como toda su cara; la llama del hogar al agitarse hacía danzar de una manera fantástica nuestras sombras que se proyectaban en los muros; los granizos golpeaban los vidrios de una ventanilla a través de la que brillaban los relámpagos; el viento se dilataba por la llanura con largos gemidos, y el arroyo, crecido con la avenida, forcejeaba entre las piedras al pie de la casa con un rumor extraño y monótono. En este momento mi amigo comenzó a cantar:

 

La donna e móbile

É piuma al vento

Muta d'acento

É di pensier.

A sempre amábile

Leggiadro viso

E il piantto é il riso

É mensognier.

 

No sé cómo explicar el efecto que me hizo esta música en aquella ocasión; lo que puedo decir es que cuando nos decidimos a acostarnos y el ventero tomó la luz para compañarme al tabuco donde me habían preparado la cama, mientras mi compañero subía por una escalera de caracol en busca de la suya, el recuerdo del último acto del Rigoletto estaba tan fijo en mi imaginación que no pude oír sin un estremecimiento involuntario la voz gruesa y estentórea del ventero que me dijo al despedirme:

–Buenas noches. Buenas noches... –me dijo en castellano muy claro.

Pero a mí me pareció escuchar aquellos acordes temerosos de la orquesta que acompañan el canto de Sparafucile y oír su voz siniestra que me decía con un acento de horrible sarcasmo:

–Buana notte!

No, y lo que es la noche que el dichoso borgoñón le preparaba a su huésped, después de deseársela tan feliz, no era para envidiada.

Pensando esto, oí crujir las tablas del techo de mi cuarto. Sin duda mi amigo duerme encima y se dispone a meterse en la cama, dije, y apagué la luz y me metí en la mía. El cansancio puede más que las mayores preocupaciones; así que, a pesar de todas mis ideas horribles, me dormí a los cinco minutos como un tronco. No sé cuánto tiempo haría que estaba dormido, cuando entre sueños y de una manera muy confusa, me pareció oír hablar en voz baja cerca de la puerta de mi cuarto. Quise oír lo que decían, pero no me era posible; sólo llegaban a mis oídos palabras sueltas y sin ilación.

No obstante, ya había sorprendido algunas bastantes sospechosas, cuando el murmullo de las voces comenzó a sonar más lejano apagándose por último

Así que el murmullo se apagó del todo, hubo un momento de silencio, transcurrido el cual comencé a oír el crujido de la escalera de caracol que gemía con un ruido imperceptible como si subiesen cautelosamente por ella; después percibí con mucha claridad ruido de pasos sobre el techo que se estremecía de cuando en cuando. Yo no sabía qué partido tomar; me revolcaba en la cama haciendo esfuerzos supremos para levantarme, y parecía que estaba cosido allí o sujeto por una fuerza poderosa.

En este estado de exaltación nerviosa hirió mis oídos un grito agudo, y el techo comenzó a temblar conmovido, como si en la habitación se hubiese trabado una espantosa lucha. Oí pisadas fuertes y desiguales, oí rodar muebles; me parecía percibir confusamente imprecaciones ahogadas, y por último un golpe sordo como el de un cuerpo que cae desplomado... ¡Después, silencio...! Unos ayes dolientes que se apagaban poco a poco, y un ruido extraño, leve, compasado, semejante al que produce la péndola de un reloj. ¡Era sangre, sangre que se filtraba por entre los mal unidos maderos del techo y caía gota a gota en mi cuarto! Hice un esfuerzo gigantesco, me incorporé de la cama, me restregué los ojos; tenía la respiración anhelosa, el pecho oprimido.

–¿Será un sueño, una pesadilla horrible? –exclamé palpándome para salir de la duda.

No, desgraciadamente no. Estaba despierto, tan despierto como ahora, y oía, sin embargo, el ruido que producía la sangre al caer, rumor extraño, con un sonido alterno y monótono, semejante al de las gotas de agua que caen en un charco.

Vencí el miedo horrible que me embargaba; salté de la cama a oscuras; cogí a tientas la escopeta y, cerciorándome precipitadamente de que estaba pronto el gatillo, salí a la cocina llamando a voces al ventero. Allí tropecé con dos o tres sillas, volqué la mesa; hice un ruido espantoso, hasta que al fin aparecieron.

La muchacha, medio desnuda y con un candil en la mano por una puerta, y el padre, todo aturdido y en paños menores, por otra. Mi primera insinuación fue echarme la escopeta a la cara y apuntar al ventero. La muchacha al verme comenzó a dar gritos, el padre, más pálido que la cera, se arrinconó en el hogar encomendándose a Dios y creyendo llegada su última hora.

–¿Dónde está mi amigo? –le pregunté dos o tres veces sin dejar de apuntarle.

El miedo sin duda no le permitió desplegar los labios; la muchacha, por el contrario, ponía el grito en las nubes; yo, creyendo leer el crimen en la turbación de aquel pobre hombre, no sé lo que hubiera hecho de no aparecer en aquel instante mi compañero de viaje en lo alto de la escalera.

–¡Qué! –exclamé, asombrado, al verle–. ¿No te han muerto?

¡Matarme! –respondió a mi pregunta–. Pues si dormía como un lirón cuando me ha despertado este ruido espantoso.

–Pero –proseguí, de cada vez más confuso–, ¿y los ayes que he oído, la lucha que ha tenido lugar en tu habitación y que he sentido perfectamente?

–¡Habrás soñado! –me interrumpió mi amigo con aire de burla.

–¿Y el ruido de las gotas de...? –continué yo precipitadamente; ese ruido que todavía se oye.

–¡Bah! –se atrevió a decir el ventero, ya repuesto del susto–; eso es que, como la casa es vieja y cae un mar de agua, la habitación se llueve y suenan las goteras.

La escopeta se cayó de mis manos; el suelo parecía que se había abierto a mis pies.

Para dar idea de lo avergonzado que me dejó este ridículo lance, no diré más sino que, al volver a Ágreda desde Tarazona, adonde fuimos al otro día, eché por otro camino y rodeé más de un cuarto de hora por no pasar otra vez por la maldita venta.

 

El Contemporáneo

15 de marzo, 1863