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B  I  B  L  I  O  T  H  E  C  A    A  U  G  U  S  T  A  N  A
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
  Vicente Blasco Ibáñez
1867 - 1928

 
 
   
   



L a   b a r r a c a

C a p í t u l o   I

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Desperezóse la inmensa vega bajo el resplandor azulado del amanecer, ancha faja de luz que asomaba por la parte del Mediterráneo.
      Los últimos ruiseñores, cansados de animar con sus trinos aquella noche de otoño, que, por lo tibio de su ambiente, parecía de primavera, lanzaban el gorjeo final como si los hiriese la luz del alba con sus reflejos de acero. De las techumbres de paja de las barracas salían las bandadas de gorriones como un tropel de pilluelos perseguidos, y las copas de los árboles empezaban a estremecerse bajo los primeros juguetes de estos granujas del espacio, que todo lo alborotaban con el roce de sus blusas de plumas.
      Apagábanse lentamente los rumores que habían poblado la noche: el borboteo de las acequias, el murmullo de los cañaverales, los ladridos de los mastines vigilantes.
      Despertaba la huerta, y sus bostezos eran cada vez más ruidosos. Rodaba el canto del gallo de barraca en barraca. Los campanarios de los pueblecitos devolvían con ruidoso badajeo el toque de misa primera que sonaba a lo lejos, en las torres de Valencia, esfumadas por la distancia. De los corrales salía un discordante concierto animal: relinchos de caballos, mugidos de cordero, ronquidos de cerdos; un despertar ruidoso de bestias que, al sentir la fresca caricia del alba cargada de acre perfume de vegetación, deseaban correr por los campos.
      El espacio se empapaba de luz; disolvíanse las sombras como tragadas por los abiertos surcos y las masas de follaje. En la indecisa neblina del amanecer iban fijando sus contornos húmedos y brillantes las filas de moreras y frutales, las ondulantes líneas de cañas, los grandes cuadros de hortalizas, semejantes a enormes pañuelos verdes, y la tierra roja, cuidadosamente labrada.
      Animábanse los caminos con filas de puntos negros y movibles, como rosarios de hormigas, marchando hacia la ciudad. De todos los extremos de la vega llegaban chirridos de ruedas, canciones perezosas interrumpidas por el grito que arrea a las bestias, y, de cuando en cuando, como sonoro trompetazo del amanecer, rasgaba el espacio un furioso rebuzno del cuadrúpedo paria, como protesta del rudo trabajo que pesaba sobre él apenas nacido el día.
      En las acequias conmovíase la tersa lámina de cristal rojizo con chapuzones que hacían callar a las ranas; sonaba luego un ruidoso batir de alas e iban deslizándose los ánades lo mismo que galeras de marfil, moviendo, cual fantásticas proas, sus cuellos de serpiente.
      La vida, que con la luz inundaba la vega, iba penetrando en el interior de barracas y alquerías.
      Chirriaban las puertas al abrirse, veíanse bajo los emparrados figuras blancas que se desperezaban con las manos tras el cogote, mirando el iluminado horizonte. Quedaban de par en par los establos, vomitando hacia la ciudad las vacas de leche, los rebaños de cabras, los caballejos de los estercoleros. Entre las cortinas de árboles enanos que ensombrecían los caminos, vibraban cencerros y campanillas, y cortando este alegre cascabeleo sonaba el enérgico ¡arre, acá! Animando a las bestias reacias.
      En las puertas de las barracas saludábanse los que iban hacia la ciudad y los que se quedaban a trabajar los campos.
      -¡Bon día mos done Deu! 1)
      -¡Bon día!
      Y tras este saludo, cambiado con toda la gravedad propia de una gente que lleva en sus venas sangre moruna y sólo puede hablar de Dios con gesto solemne, se hacía el silencio si el que pasaba era un desconocido, y si era íntimo se le encargaba la compra en Valencia de pequeños objetos para la mujer o para la casa.
      Ya era de día completamente.
      El espacio se había limpiado de tenues neblinas, transpiración nocturna de los húmedos campos y las rumorosas acequias. Iba a salir el sol. En los rojizos surcos saltaban las alondras con la alegría de vivir un día más, y los traviesos gorriones, posándose en las ventanas todavía cerradas, picoteaban las maderas, diciendo a los de adentro con su chillido de vagabundos acostumbrados a vivir de gorra: «¡Arriba, perezosos! ¡A trabajar la tierra para que comamos nosotros!...»
      En la barraca de Toni, conocido en todo el contorno por Pimentó, acababa de entrar su mujer, Pepeta, una animosa criatura, de carne blancuzca y fláccida, en plena juventud, minada por la anemia, y que era, sin embargo, la hembra más trabajadora de toda la huerta.
      Al amanecer ya estaba de vuelta del mercado. Levantábase a las tres, cargaba con los cestones de verduras cogidas por Toni al cerrar la noche anterior entre reniegos y votos contra una pícara vida en la que tanto hay que trabajar, y a tientas por los senderos, guiándose en la oscuridad como buena hija de la huerta, marchaba a Valencia, mientras su marido, aquel buen mozo que tan caro le costaba, seguía roncando dentro del caliente estudi, bien arrebujado en las mantas del camón matrimonial.
      Los que compraban las hortalizas al por mayor para revenderlas conocían bien a esta mujercita que, antes del amanecer, ya estaba en el mercado de Valencia sentada en sus cestos, tiritando bajo el delgado y raído mantón. Miraba con envidia, de lo que no se daba cuenta, a los que podían beber una taza de café para combatir el fresco matinal. Y con una paciencia de bestia sumisa esperaba que le diesen por las verduras el dinero que se había fijado en sus complicados cálculos para mantener a Toni y llevar la casa adelante.
      Entraba de nuevo en funciones para desarrollar una segunda industria: después de las hortalizas, la leche. Y tirando del ronzal de una vaca rubia, que llevaba pegado al rabo como amoroso satélite un ternerillo juguetón, volvía a la ciudad con la varita bajo el brazo y la medida de estaño para servir a los clientes.
      La Rocha, que así apodaban a la vaca por sus rubios pelos, mugía dulcemente, estremeciéndose bajo una gualdrapa de arpillera, herida por el fresco de la mañana, volviendo sus ojos húmedos hacia la barraca, que se quedaba atrás, con su establo negro, de ambiente pesado, en cuya caja olorosa pensaba con voluptuosidad del sueño no satisfecho.
      Pepeta la arreaba con su vara. Se hacía tarde, e iban a quejarse los parroquianos. Y la vaca y el ternerillo trotaban por el centro del camino de Alboraya, hondo, fangoso, surcado de profundas carrileras.
      Por los ribazos laterales, con un brazo en la cesta y el otro balanceante, pasaban los interminables cordones de cigarreras e hilanderas de seda, toda la virginidad de la huerta, que iban a trabajar en las fábricas, dejando con el revoloteo de sus faldas una estela de castidad ruda y áspera.
      Esparcíase por los campos la bendición de Dios.
      Tras los árboles y las casas que cerraban el horizonte asomaba el sol como enorme oblea roja, lanzando horizontales agujas de oro que obligaban a taparse los ojos. Las montañas del fondo y las torres de la ciudad iban tomando un tinte sonrosado; las nubecillas que bogaban por el cielo coloreábanse como madejas de seda carmesí; las acequias y los charcos del camino parecían poblarse de peces de fuego. Sonaba en el interior de las barracas el arrastre de la escoba, el chocar de la loza, todos los ruidos de la limpieza matinal. Las mujeres agachábanse en los ribazos, teniendo al lado la cesta de la ropa para lavar. Saltaban en las sendas los pardos conejos, con su sonrisa marrullera, enseñando al huir, las rosadas posaderas partidas por el rabo en forma de botón, y sobre los montones de rubio estiércol, el gallo, rodeado de sus cloqueantes odaliscas, lanzaba un grito de sultán celoso -¡su quiquiriquí!-, con la pupila ardiente y las barbillas rojas de cólera.
      Pepeta, insensible a este despertar, que presenciaba diariamente, seguía su marcha, cada vez con más prisa, el estómago vacío, las piernas doloridas y las ropas interiores impregnadas de un sudor de debilidad propio de su sangre blanca y pobre, que a lo mejor se escapaba durante semanas enteras, contraviniendo las reglas de la Naturaleza.
      La avalancha de gente laboriosa que se dirigía a Valencia llenaba los puentes. Pepeta pasó entre los obreros de los arrabales que llegaban con el saquito del almuerzo pendiente del cuello; se detuvo en el fielato de Consumos para tomar su resguardo -unas cuantas monedas que todos los días le dolían en el alma-, y se metió por las desiertas calles, que animaba el cencerro de la Rocha con un badajeo de melodía bucólica, haciendo soñar a los adormecidos burgueses con verdes prados y escenas idílicas de pastores.
      Tenía sus parroquianos la pobre mujer esparcidos en toda la ciudad. Era su marcha una enrevesada peregrinación por las calles, deteniéndose ante las puertas cerradas, un aldabonazo aquí, tres y repique más allá, y siempre, a continuación, el grito estridente y agudo, que parecía imposible pudiese surgir de su pobre y raso pecho: ¡La lleeet! 2) Jarro en mano, bajaba la criada desgreñada, en chancletas, con los ojos hinchados, a recibir la leche, o la vieja portera, todavía con la mantilla que se había puesto para ir a la misa del alba.
      A las ocho, después de servir a todos sus clientes, Pepeta se vió cerca del barrio de Pescadores.
      Como también encontraba en él despacho la pobre huérfana se metió valerosamente en los sucios callejones, que parecían muertos a aquella hora. Siempre, al entrar, sentía cierto desasosiego, una repugnancia instintiva de estómago delicado. Pero su espíritu de mujer honrada y enferma sabía sobreponerse a esta impresión, y continuaba adelante con cierta altivez vanidosa, con un orgullo de hembra casta, consolándose al ver que ella, débil y agobiada por la miseria, aún era superior a otras.
      De las cerradas y silenciosas casas salía el hálito de la crápula barata, ruidosa y sin disfraz: un olor de carne adobada y putrefacta, de vino y de sudor. Por las rendijas de las puertas parecía escapar la respiración entrecortada y brutal del sueño aplastante después de una noche de caricias y caprichos amorosos de borracho.
      Pepeta oyó que la llamaban. En la puerta de una escalerilla le hacía señas una buena moza, despechugada, fea, sin otro encanto que el de una juventud próxima a desaparecer; los ojos húmedos, el moño torcido, y en las mejillas manchas de colorete de la noche anterior: una caricatura, un payaso del vicio.
      La labradora, apretando los labios con un mohín de orgullo y desdén para que las distancias quedasen bien marcadas, comenzó a ordeñar las ubres de la Rocha dentro del jarro que le presentaba la moza. Esta no quitaba la vista de la labradora.
      -¡Pepeta! -dijo con voz indecisa, como si no tuviese la certeza de que era ella misma.
      Levantó su cabeza Pepeta; fijó por primera vez sus ojos en la mujerzuela, y también pareció dudar.
      -¡Rosario!... ¿Eres tú?
      Sí, ella era: lo afirmaba con tristes movimientos de cabeza. Y Pepeta, inmediatamente, manifestó su asombro. ¡Ella allí!... ¡Hija de unos padres tan honrados!... ¡Qué vergüenza, Señor!...
      La ramera, por costumbre del oficio, intentó acoger con cínica sonrisa, con el gesto escéptico del que conoce el secreto de la vida y no cree en nada, las exclamaciones de la escandalizada labradora. Pero la mirada fija de los ojos claros de Pepeta acabó por avergonzarla, y bajó la cabeza como si fuera a llorar.
      No, ella no era mala; había trabajado en las fábricas, había servido a una familia como doméstica; pero al fin sus hermanas le dieron el empleo, cansadas de sufrir hambre; y allí estaba, recibiendo unas veces cariño y otras bofetadas, hasta que reventase para siempre. Era natural: donde no hay padre y madre, la familia termina así. De todo tenía la culpa el amo de la tierra, aquel don Salvador, que de seguro ardía en los infiernos. ¡Ah ladrón!... ¡Y cómo había perdido a toda una familia!
      Pepeta olvidó su actitud fría y reservada para unirse a la indignación de la muchacha. Verdad, todo verdad; aquel tío avaro tenía la culpa. La huerta entera lo sabía. ¡Válgame Dios, y cómo se pierde una casa! ¡Tan bueno que era el pobre tío Barret! ¡Si levantara la cabeza y viese a sus hijas!... Ya sabían en la huerta que el pobre padre había muerto en el presidio de Ceuta hacía dos años; y en cuanto a la madre, la infeliz vieja había acabado de padecer en una cama del hospital. ¡Las vueltas que da el mundo en diez años! ¿Quién les hubiese dicho a ella y a sus hermanas, acostumbradas a vivir en su casa como reinas, que acabarían de aquel modo? ¡Señor! ¡Señor! ¡Libradnos de una mala persona!...
      Rosario se animó con la conversación; parecía rejuvenecerse junto a esta amiga de la niñez. Sus ojos, antes mortecinos, chispearon al recordar el pasado. ¿Y su barraca? ¿Y las tierras? Seguían abandonadas, ¿verdad?... Esto le gustaba: ¡que reventasen, que se hiciesen la santísima los hijos del pillo don Salvador!... Era lo único que podía consolarla. Estaba muy agradecida a Pimentó y a todos los de allá, porque habían impedido que otros entrasen a trabajar lo que de derecho pertenecía a su familia. Y si alguien quería apoderarse de aquello, entonces bien sabido era el remedio... ¡Pum! Un escopetazo de los que deshacen la cabeza.
      La moza se enardecía; brillaban en sus ojos chispas de ferocidad. Resucitaba dentro de la ramera, pasiva bestia acostumbrada a los golpes, la hija de la huerta, que desde que nace ve la escopeta colgada detrás de la puerta, y en las festividades aspira con delicia el humo de la pólvora.
      Después de hablar del triste pasado, la curiosidad despierta de Rosario fué preguntando por todos los de allá, y acabó en Pepeta. ¡Pobrecita! Bien se veía que no era feliz. Joven aún, sólo revelaban su edad aquellos ojazos claros de virgen, inocentes y tímidos. El cuerpo, un puro esqueleto; y en el rubio, de un color de mazorca tierna, aparecían ya las canas a puñados antes de los treinta años. ¿Qué vida le daba Pimentó? ¿Siempre tan borracho y huyendo del trabajo? Ella se lo había buscado, casándose contra los consejos de todo el mundo. Buen mozo, eso sí; le temblaban todos en la taberna de Copa, los domingos por la tarde, cuando jugaba al truco con los más guapos de la huerta; pero en casa debía de ser un marido insufrible... Aunque, bien mirado, todos los hombres eran iguales. ¡Si lo sabría ella! Unos perros que no valían la pena de mirarlos. ¡Hija, y qué desmejorada estaba la pobre Pepeta!...
      Un vozarrón de marimacho bajó como un trueno por el hueco de la escalerilla.
      -¡Elisa!... Sube pronto la leche. El señor está esperando.
      -Rosario empezó a reír de sí misma. Ahora se llamaba Elisa. ¿No lo sabía? Era exigencia del oficio cambiar el nombre, así como hablar con acento andaluz. Y remedaba con rústica gracia la voz del marimacho invisible.
      Pero, a pesar de su regocijo, tuvo prisa en retirarse. Temía a los de arriba. El vozarrón o el señor de la leche podían darle algo malo por su tardanza. Y subió veloz por la escalerilla, después de recomendar mucho a Pepeta que pasase alguna vez por allí para recordar juntas las cosas de la huerta.
      El cansado esquilón de la Rocha repiqueteó más de una hora por las calles de Valencia. Soltaron las mustias ubres hasta su última gota de leche insípida, producto de un mísero pasto de hojas de col y desperdicios, y al fin Pepeta emprendió la vuelta a su barraca.
      La pobre labradora caminaba triste y pensativa bajo la impresión de aquel encuentro. Recordaba como si hubiera sido el día anterior la espantosa tragedia que se tragó la tío Barret con toda su familia.
      Desde entonces, los campos que hacía más de cien años trabajaban los ascendientes del pobre labrador habían quedado abandonados a orillas del camino. Su barraca, deshabitada, sin una mano misericordiosa que echase un remiendo a la techumbre ni un puñado de barro a las grietas de las paredes, se iba hundiendo lentamente.
      Diez años de continuo tránsito junto a aquella ruina habían conseguido que la gente no se fijase ya en ella. La misma Pepeta hacía tiempo que no había parado su atención en la vieja barraca. Esta sólo interesaba a los muchachos, que, heredando el odio de sus padres, se metían por entre las ortigas de los campos yermos para acribillar a pedradas la abandonada vivienda, romper los maderos de su cerrada puerta o cegar con tierra y pedruscos el pozo que se abría bajo una parra vetusta.
      Pero aquella mañana, Pepeta, influida por su reciente encuentro, se fijó en la ruina y hasta se detuvo en el camino para verla mejor.
      Los campos del tío Barret, o, mejor dicho para ella, «del judío don Salvador y sus descomulgados herederos», eran una mancha de miseria en medio de la huerta fecunda, trabajada y sonriente. Diez años de abandono habían endurecido la tierra, haciendo brotar de sus olvidadas entrañas todas las plantas parásitas, todos los abrojos que Dios ha criado para castigo del labrador. Una selva enana, enmarañada y deforme se extendía sobre aquellos campos, con un oleaje de extraños tonos verdes, matizado a trechos por flores misteriosas y raras, de esas que sólo surgen en las ruinas y los cementerios.
      Bajo las frondosidades de esta selva minúscula, y alentados por la seguridad de su guarida, crecían y se multiplicaban toda suerte de bichos asquerosos, derramándose en los campos vecinos: lagartos verdes de lomo rugoso, enormes escarabajos con caparazón de metálicos reflejos, arañas de patas cortas y vellosas, hasta culebras, que se deslizaban a las acequias inmediatas. Allí vivían, en el centro de la hermosa y cuidada vega, formando mundo aparte, devorándose unos a otros; y aunque causasen algún daño a los vecinos, éstos los respetaban con cierta veneración, pues las siete plagas de Egipto parecían poca cosa a los de la huerta para arrojarse sobre aquellos terrenos malditos.
      Como las tierras del tío Barret no serían nunca para los hombres, debían anidar en ellas los bicharracos asquerosos, y cuantos más, mejor.
      En el centro de estos campos desolados que se destacaban sobre la hermosa vega como una mancha de mugre en un manto regio de terciopelo verde, alzábase la barraca o, más bien dicho, caía, con su montera de paja despanzurrada, enseñando por las aberturas que agujerearon el viento y la lluvia su carcomido costillaje de madera.
      Las paredes, arañadas por las aguas, mostraban sus adobes de barro crudo, sin más que unas ligerísimas manchas blancas que delataban el antiguo enjalbegado. La puerta estaba rota por debajo, roída por las ratas, con grietas que la cortaban de un extremo a otro. Dos o tres ventanillas completamente abiertas y martirizadas por los vendavales, pendían de un solo gozne, e iban a caer de un momento a otro, apenas soplase una ruda ventolera.
      Aquella ruina apenaba el ánimo, oprimía el corazón. Parecía que del casuco abandonado fuesen a salir fantasmas en cuanto cerrase la noche; que de su interior iban a partir gritos de personas asesinadas; que toda aquella maleza era un sudario ocultando debajo de él centenares de cadáveres.
      Imágenes horribles era lo que inspiraba la contemplación de estos campos abandonados; y su tétrica miseria aún resaltaba más al contrastar con las tierras próximas, rojas, bien cuidadas, llenas de correctas filas de hortalizas y de arbolillos, a cuyas hojas daba el otoño una transparencia acaramelada. Hasta los pájaros huían de aquellos campos de muerte, tal vez por temor a los animaluchos que rebullían bajo la maleza o por husmear el hálito de la desgracia.
      Sobre la rota techumbre de paja, si algo se veía, era el revoloteo de alas negras y traidoras, plumajes fúnebres de cuervos y milanos, que, al agitarse, hacían enmudecer los árboles cargados de gozosos aleteos y juguetones piídos, quedando silenciosa la huerta, como si no hubiese gorriones en media lengua a la redonda.
      Pepeta iba a seguir adelante, hacia su blanca barraca, que asomaba entre los árboles algunos campos más allá; pero hubo de permanecer inmóvil en el alto borde del camino, para que pasase un carro cargado que avanzaba dando tumbos y parecía venir de la ciudad.
      Su curiosidad femenil se excitó al fijarse en él.
      Era un pobre carro de labranza, tirado por un rocín viejo y huesudo, al que ayudaba en los baches difíciles un hombre alto que marchaba junto a él animándole con gritos y chasquidos de la tralla.
      Vestía de labrador; pero el modo de llevar el pañuelo anudado a la cabeza, sus pantalones de pana y otros detalles de su traje delataban que no era de la huerta, donde el adorno personal ha ido poco a poco contaminándose del gusto de la ciudad.
      Era labrador de algún pueblo lejano: tal vez venía del riñón de la provincia.
      Sobre el carro amontonábase, formando pirámide hasta más arriba de los varales, toda clase de objetos domésticos. Era la emigración de una familia entera. Tísicos colchones, jergones rellenos de escandalosa hoja de maíz, sillas de esparto, sartenes, calderas, platos, cestas, verdes banquillos de cama, todo se amontonaba sobre el carro, sucio, gastado, miserable, oliendo a hambre, a fuga desesperada, como si la desgracia marchase tras de la familia pisándole los talones. En la cumbre de este revoltijo veíanse tres niños abrazados, que contemplaban los campos con ojos muy abiertos, como exploradores que visitan un país por primera vez.
      A pie, y detrás del carro, como vigilando por si caía algo de éste, marchaban una mujer y una muchacha, alta, delgada, esbelta, que parecía hija de aquélla. Al otro lado del rocín, ayudando cuando el vehículo se detenía en un mal paso, iba un muchacho de unos once años. Su exterior grave delataba al niño que, acostumbrado a luchar con la miseria, es un hombre a la edad en que otros juegan. Un perrillo sucio y jadeante cerraba la marcha.
      Pepeta, apoyada en el lomo de su vaca, los veía avanzar, poseída cada vez de mayor curiosidad. ¿Adónde iría esta pobre gente?
      El camino aquel, afluyente al de Alboraya, no iba a ninguna parte. Se extinguía a lo lejos, como agotado por las bifurcaciones innumerables de sendas y caminitos que daban entrada a las barracas.
      Pero su curiosidad tuvo un final inesperado. ¡Virgen Santísima! El carro se salía del camino, atravesaba el ruinoso puente de troncos y tierra que daba acceso a las tierras malditas y se metía por los campos del tío Barret, aplastando con sus ruedas la maleza respetada.
      La familia seguía detrás, manifestando con gestos y palabras confusas la impresión que le causaba tanta miseria, pero en línea recta hacia la destrozada barraca, como quien toma posesión de lo que es suyo.
      Pepeta no quiso ver más. Ahora sí que corrió de veras hacia su barraca. Deseosa de llegar antes, abandonó a la vaca y al ternerillo, y las dos bestias siguieron su marcha tranquilamente, como quien no se preocupa de las cosas ajenas y tiene el establo seguro.
      Pimentó estaba tendido a un lado de su barraca, fumando perezosamente, con la vista fija en tres varitas untadas con liga, puestas al sol, en torno de las cuales revoloteaban algunos pájaros. Era una ocupación digna de un gran señor.
      Al ver llegar a su mujer con los ojos asombrados y el pobre pecho jadeante, Pimentó cambió de postura para escuchar mejor, recomendándole que no se aproximase a las varitas.
      Vamos a ver: ¿qué era aquello? ¿Le habían robado la vaca?...
      Pepeta, con la emoción y el cansancio, apenas pudo decir dos palabras seguidas.
      Las tierras de Barret... Una familia entera... Iban a trabajar, a vivir en la barraca. Ella lo había visto.
      Pimentó, cazador de pájaro con liga, enemigo del trabajo y terror de la contornada, no pudo conservar su gravedad impasible de gran señor ante tan inesperada noticia.
      -¡Recontracordóns!...
      De un salto puso recta su pesada y musculosa humanidad, y echó a correr, sin aguardar a oír más explicaciones.
      Su mujer vio cómo corría a campo traviesa hasta un cañar inmediato a las tierras malditas. Allí se arrodilló, se echó sobre el vientre, para espiar por entre las cañas, como un beduino al acecho, y, pasados algunos minutos, volvió a correr, perdiéndose en aquel dédalo de sendas, cada una de las cuales conducía a una barraca, a un campo donde se encorvaban los hombres haciendo brillar en el aire su azadón como un relámpago de acero.
      La huerta seguía risueña y rumorosa, impregnada de luz y de suspiros, aletargada bajo la cascada de oro del sol de la mañana.
      Pero a lo lejos sonaban voces y llamamientos: la noticia se transmitía a grito pelado de un campo a otro campo, y un estremecimiento de alarma, de extrañeza, de indignación, corría por toda la vega, como si no hubiesen transcurrido los siglos y circulara el aviso de que en la playa acababa de aparecer una galera argelina buscando cargamento de carne blanca.
 
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1)
¡Buen día nos dé Dios! 
2)
¡Buen día nos dé Dios!

 
 
 
 
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