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B  I  B  L  I  O  T  H  E  C  A    A  U  G  U  S  T  A  N  A
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
  Vicente Blasco Ibáñez
1867 - 1928

 
 
   
   



L a   b a r r a c a

C a p í t u l o   I V

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Era jueves, y, según una costumbre que databa de siglos, el Tribunal de las Aguas iba a reunirse en la puerta de los apóstoles de la catedral de Valencia.
      El reloj de la torre llamada el Miguelete, señalaba poco más de las diez, y los huertanos juntábanse a corrillos o tomaban a siento en los bordes del tazón de la fuente que adorna la plaza, formando en torno al vaso una animada guirnalda de mantas azules y blancas, pañuelos rojos y amarillos o faldas de indiana de colores oscuros.
      Llegaban unos tirando de sus caballejos con el serón cargado de estiércol, contentos de la colecta hecha en las calles; otros, en sus carros vacíos procurando enternecer a los guardias municipales para que los dejasen permanecer allí; y mientras los viejos conversaban con las mujeres, los jóvenes se metían en el cafetín cercano para matar el tiempo ante la copa de aguardiente, mascullando su cigarro de diez céntimos.
      Toda la huerta que tenía agravios que vengar estaba allí, gesticulante y ceñuda, hablando de sus derechos, impaciente por soltar ante los síndicos o jueces de las siete acequias el interminable rosario de sus quejas.
      El alguacil del tribunal, que llevaba más de cincuenta años de lucha con esta tropa insolente y agresiva, colocaba a la sombra de la portada ojival las piezas de un sofá de viejo damasco, y tendía después una verja baja, cerrando el espacio de acera que había de servir de sala de audiencia.
      La puerta de los Apóstoles, vieja, rojiza, carcomida por los siglos, extendiendo sus roídas belleza a la luz del sol, formaba un fondo digno del antiguo tribunal: era como un dosel de piedra fabricado para cobijar una institución de cinco siglos.
      En el tímpano aparecía la Virgen con seis ángeles de rígidas albas y alas de menudo plumaje, mofletudos, con llameante tupé y pesados tirabuzones, tocando violas y flautas, caramillos y tambores. Corrían por los tres arcos superpuestos de la portada tres guirnaldas de figurillas, ángeles, reyes y santos, cobijándose en calados doseletes. Sobre robustos pedestales exhibíanse los doce apóstoles; pero tan desfigurados, tan maltrechos, que no los hubiera conocido Jesús: los pies, roídos; las narices rotas; las manos, cortadas; una fila de figurones, que más que apóstoles parecían enfermos escapados de una clínica, mostrando dolorosamente sus informes muñones. Arriba, al final de la portada, abríase, como gigantesca flor cubierta de alambrado, el rosetón de colores que daba luz a la iglesia, y en la parte baja, en la base de las columnas adornadas con escudos de Aragón, la piedra estaba gastada, las aristas y los follajes, borrosos por el frote de innumerables generaciones.
      En este desgaste de la portada adivinábase el paso de la revuelta y el motín. Junto a estas piedras se había aglomerado y confundido todo un pueblo; allí se había agitado en otros siglos, vociferante y rojo de rabia, el valencianismo levantisco, y los santos de la portada, mutilados y lisos como momias egipcias, al mirar al cielo con sus rotas cabezas, parecían estar oyendo aún la revolucionaria campana de la Unión o los arcabuzazos de las germanías.
      Terminó el alguacil de arreglar el tribunal, y plantóse a la entrada de la verja, esperando a los jueces.
      Iban llegando, solemnes, con una majestad de labriegos ricos, vestidos de negro, con blancas alpargatas y pañuelo de seda bajo el ancho sombrero. Cada uno llevaba tras sí un cortejo de guardas de acequia, de pedigüeños que antes de la hora de la justicia buscaban predisponer el ánimo del tribunal en su favor.
      La gente labradora miraba con respeto a estos jueces salidos de su clase, cuyas deliberaciones no admitían apelación. Eran los amos del agua; en sus manos estaba la vida de las familias, el alimento de los campos, el riego oportuno, cuya carencia mata una cosecha. Y los habitantes de la extensa vega, cortada por el río nutridor como una espina erizada de púas que eran sus canales, designaban a los jueces por el nombre de las acequias que representaban.
      Un vejete seco, encorvado, cuyas manos rojas y cubiertas de escamas temblaban al apoyarse en el grueso cayado, era Cuart de Faitanar; el otro, grueso y majestuoso, con ojillos que apenas si se veían bajo los dos puñados de pelo blanco de sus cejas, era Mislata; poco después llegaba Rascaña, un mocetón de planchada blusa y redonda cabeza de lego; y tras ellos iban presentándose los demás, hasta siete: Favar, Robella, Tormos y Mestalla.
      Ya estaba allí la representación de las dos vegas: la de la izquierda del río, la de las cuatro acequias, la que encierra la huerta de Ruzafa con sus caminos de frondoso follaje, que van a extinguirse en los límites del lago de la Albufera, y la vega de la derecha del Turia, la poética, la de las fresas de Benimaclet, las chufas de Alboraya y los jardines siempre exuberantes de flores.
      Los siete jueces se saludaron como gente que no se ha visto en una semana. Luego hablaron de sus asuntos particulares junto a la puerta de la catedral. De cuando en cuando, abriéndose las mamparas cubiertas de anuncios religiosos, esparcíase en el ambiente cálido de la plaza una fresca bocanada de incienso, semejante a la respiración húmeda de un lugar subterráneo.
      A las once y media, terminados los oficios divinos, cuando ya no salía de la basílica más que alguna devota retrasada, comenzó a funcionar el tribunal.
      Sentáronse los siete jueces en el viejo sofá; corrió de todos los lados de la plaza la gente huertana para aglomerarse en torno de la verja, estrujando sus cuerpos sudorosos, que olían a paja y lana burda, y el alguacil se colocó, rígido y majestuoso, junto al mástil, rematado por un gancho de bronce, símbolo de la acuática justicia.
      Descubriéronse las siete acequias, quedando con las manos sobre las rodillas y la vista en el suelo, y el más viejo pronunció la frase de costumbre:
      -S'obri el tribunal. 1)
      Silencio absoluto. Toda la muchedumbre, guardando un recogimiento religioso, estaba allí, en plena plaza, como en un templo. El ruido de los carruajes, el arrastre de los tranvías, todo el estrépito de la vida moderna pasaba sin rozar ni conmover esta institución antiquísima, que permanecía allí tranquila, como quien se halla en su casa, insensible al paso del tiempo, sin fijarse en el cambio radical de cuanto lo rodeaba, incapaz de reforma alguna.
      Mostrábanse orgullosos los huertanos de su tribunal. Aquello era hacer justicia; la pena, sentenciada inmediatamente, y nada de papeles, pues éstos sólo sirven para enredar a los hombres honrados.
      La ausencia del papel sellado y del escribano aterrador era lo que más gustaba a unas gentes acostumbradas a mirar con miedo supersticioso el arte de escribir, por lo mismo que lo desconocen. Allí no había secretarios, ni plumas, ni días de angustia esperando la sentencia, ni guardias terroríficos, ni nada más que palabras.
      Losa jueces guardaban las declaraciones de los testigos en su memoria y sentenciaban inmediatamente, con la tranquilidad del que sabe que sus decisiones han de ser cumplidas. Al que se insolentaba con el tribunal, multa; al que se negaba a cumplir la sentencia le quitaban el agua para siempre y se moría de hambre.
      Con este tribunal no jugaba nadie. Era la justicia patriarcal y sencilla del buen rey de las leyendas saliendo por las mañanas a la puerta del palacio para resolver las quejas de sus súbditos; el sistema judicial del jefe de cabila sentenciando a la entrada de su tienda. Así, así es como se castiga a los pillos y triunfa en hombre honrado, y hay paz.
      Y el público, no queriendo perder palabra, hombres, mujeres y chicos estrujábanse contra la verja, retrocediendo algunas veces con violentos movimientos de espaldas para librarse de la asfixia.
      Iban compareciendo los querellantes al otro lado de la verja, ante aquel sofá, tan venerable como el tribunal.
      El alguacil les recogía las varas y cayados, considerándolos armas ofensivas, incompatibles con el respeto al tribunal. Los empujaba luego hasta dejarlos plantados a pocos pasos de los jueces, con la manta doblada sobre las manos; y si andaban remisos en descubrirse, de dos repelones les arrancaba el pañuelo de la cabeza. ¡Duro! A esta gente socarrona había que tratarla así.
      Era el desfile de una continua exposición de cuestiones intrincadas, que los jueces legos resolvían con pasmosa facilidad.
      Los guardas de las acequias y los atandadores encargados de establecer el turno en el riego formulaban sus denuncias, y comparecían los querellados a defenderse con razones. El viejo dejaba hablar a los hijos, que sabían expresarse con más energía; la viuda acudía acompañada de algún amigo del difunto, decidido protector que llevaba la voz por ella.
      Asomaba la oreja el ardor meridional en todos los juicios. En mitad de la denuncia del guarda, el querellado no podía contenerse. «¡Mentira!» Lo que decían contra él era falso y malo. ¡Querían perderlo!
      Pero las siete acequias acogían estas interrupciones con furibundas miradas. Allí nadie podía hablar mientras no le llegase el turno. A la otra interrupción pagaría tantos sueldos de multa. Y había testarudo que pagaba sous y más sous, impulsado por una rabiosa vehemencia que no le permitía callar ante el acusador.
      Sin abandonar su asiento, los jueces juntaban sus cabezas como cabras juguetonas, cuchicheaban sordamente algunos segundos, y el más viejo, con voz reposada y solemne, pronunciaba la sentencia, marcando las multas en libras y sueldos, como si la moneda no hubiese sufrido ninguna transformación y aún fuese a pasar por el centro de la plaza el majestuoso justicia, gobernador popular de la Valencia antigua, con su gramalla roja y su hiératica escolta de caballeros de la pluma.
      Eran más de las doce, y las siete acequias empezaban a mostrarse cansadas de tanto derramar pródigamente el caudal de su justicia, cuando el alguacil llamó a gritos a Bautista Borrull, denunciado por infracción y desobediencia en el riego.
      Atravesaron la verja Pimentó y Batiste, y la gente aún se apretó más contra los hierros.
      Veíanse en esta muchedumbre muchos de los que vivían en las inmediaciones de las antiguas tierras de Barret.
      Este juicio tardío iba a ser interesante. El odiado novato había sido denunciado por Pimentó, que era el atandador de la partida o distrito.
      Mezclándose en elecciones y galleando en toda la contornada, el valentón había conquistado este cargo, que le daba cierto aire de autoridad y consolidaba su prestigio entre los convecinos, los cuales lo mimaban y lo convidaban en días de riego para tenerle propicio.
      Batiste estaba asombrado por la injusta denuncia. Su palidez era de indignación. Miraba con ojos de rabia todas las caras conocidas y burlonas que se agolpaban en la verja. Luego volvía los ojos hacia su enemigo Pimentó, que se contoneaba altivamente, como hombre acostumbrado a comparecer ante el tribunal y que se creía poseedor de una pequeña parte de su indiscutible autoridad.
      -Parle vosté 2) -dijo, avanzando un pie, la acequia más vieja, pues, por servicio secular, el tribunal, en vez de valerse de las manos, señalaba con la blanca alpargata a quien debía hablar.
      Pimentó soltó su acusación. Aquel hombre que estaba junto a él, tal vez, por ser nuevo, creía que el reparto del agua era cosa de broma y que podía hacer su santísima voluntad.
      El, Pimentó, el atandador que representaba la autoridad de la acequia en su partida, había dado a Batiste la hora para regar su trigo: las dos de la mañana. Pero, sin duda, el señor, no queriendo levantarse a tal hora, había dejado perder su turno, y a las cinco, cuando el agua era ya de otros, había alzado la compuerta sin permiso de nadie (primer delito), había robado el riego a los demás vecinos (segundo delito) e intentado regar sus campos, queriendo oponerse a viva fuerza a las órdenes del atandador, lo que constituía el tercero y último delito.
      El triple delincuente, volviéndose de mil colores e indignado por las palabras de Pimentó, no pudo contenerse.
      -¡Mentira y recontramentira!
      El tribunal se indignó ante la energía y la falta de respeto con que protestaba aquel hombre.
      Si no guardaba silencio, se le impondría una multa. Pero ¡gran cosa eran las multas para su reconcentrada cólera de hombre pacífico! Siguió protestando contra la injusticia de los hombres, contra el tribunal que tenía por servidores a pillos y embusteros como Pimentó.
      Alteróse el tribunal: las siete acequias se encresparon.
      -¡Cuatre sous de multa! 3) -dijo el presidente
      Batiste, dándose cuenta de su situación, calló asustado por haber incurrido en multa, mientras sonaban al otro lado de la verja las risas y los aullidos de alegría de sus contrarios.
      Quedó inmóvil, con la cabeza baja y los ojos empañados por lágrimas de cólera, mientras su brutal enemigo acababa de formular la denuncia.
      -Parle vosté -le dijo el tribunal.
      Pero en las miradas de los jueces se notaba poco interés por este intruso alborotador que venía a turbar con sus protestas la solemnidad de las deliberaciones.
      Batiste, trémulo por la ira, balbució, no sabiendo cómo empezar su defensa, por lo mismo que la creía justísima.
      Había sido engañado; Pimentó era un embustero y, además, su enemigo implacable. Le había dicho que su riego era a las cinco (se acordaba muy bien), y ahora afirmaba que a las dos; todo para hacerle incurrir en multa, para matar unos trigos en los que estaba la vida futura de su familia... ¿Valía para el tribunal la palabra de un hombre honrado? Pues ésta era la verdad, aunque no podía presentar testigos. ¡Parecía imposible que los señores síndicos, todos buenas personas, se fiasen de un pillo como Pimentó!...
      La blanca alpargata del presidente hirió una baldosa de la acera, conjurando el chaparrón de protestas y faltas de respeto que veía surgir en lontananza.
      -Calle vosté.
      Y Batiste calló, mientras el monstruo de las siete cabezas, replegándose en el sofá de damasco, cuchicheaba preparando la sentencia.
      -El tribunal sentensia... -dijo la acequia más vieja.
      Y se hizo un silencio absoluto.
      Toda la gente de la verja mostraba en sus ojos cierta ansiedad, como si ellos fuesen los sentenciados. Estaban pendientes de los labios del viejo síndico.
      -Pagará el Batiste Borrull dos lliures de pena y cuatre sous de multa. 4)
      Esparcióse un murmullo de satisfacción en el público, y hasta una vieja empezó a palmotear, gritando: «¡Vítor! ¡Vítor!», entre las risotadas de la gente.
      Batiste salió ciego del tribunal, con la cabeza baja, como si fuera a embestir, y Pimentó permaneció prudentemente a sus espaldas.
      Si la gente no se aparta, abriéndole paso, seguramente hubiese disparado sus puños de hombre forzudo, aporreando allí mismo a la canalla hostil.
      Inmediatamente se alejó. Iba a casa de sus amos a contarles lo ocurrido, la mala voluntad de aquella gente, empeñada en amargar su existencia; y una hora después, ya más calmado por las buenas palabras de los señores, emprendió el camino hacia su casa.
      ¡Insufrible tormento!... Marchando junto a sus carros cargados de estiércol o montados en sus borricos sobre los serones vacíos, encontró en el hondo camino de Alboraya a muchos de los que habían presenciado el juicio.
      Eran gentes enemigas, vecinos a los que no saludaba nunca.
      Al pasar él junto a ellos, callaban, hacían esfuerzos para conservar su gravedad, aunque les brillaba en los ojos la alegre malicia; pero según iba alejándose, estallaban a su espalda insolentes risas, y hasta oyó la voz de un mozalbete que, remedando el grave tono del presidente del tribunal, gritaba:
      -¡Cuatre sous de multa!
      Vuatre ió a lo lejos, en la puerta de la taberna de Copa, a su enemigo Pimentó, con el porrón en la mano, ocupando el centro de un corro de amigos, gesticulante y risueño, como si imitase las protestas y quejas del denunciado. Su condena era tema de regocijo para la huerta. Todos reían.
      ¡Rediós!... Ahora comprendía él, hombre de paz y padre bondadoso, por qué los hombres matan.
      Se estremecieron sus poderosos brazos; sintió una cruel picazón en las manos. Luego fué moderando el paso al acercarse a casa de Copa. Quería ver si se burlaban de él en su presencia.
      Hasta pensó -novedad extraña- entrar por primera vez en la taberna para beber un vaso de vino cara a cara con sus enemigos; pero las dos libras de multa las llevaba en el corazón, y se arrepintió de sus generosidad. ¡Dichosas dos libras! Aquella multa era una amenaza para el calzado de sus hijos; iban a llevarse el montoncito de ochavos recogidos por Teresa para comprar alpargatas nueva a los pequeñuelos.
      Al pasar frente a la taberna se ocultó Pimentó con la excusa de llenar el porrón, y sus amigos fingieron no ver a Batiste.
      Su aspecto de hombre resuelto a todo imponía respeto a los enemigos.
      Pero este triunfo le llenaba de tristeza. ¡Cómo le odiaba la gente! La vega entera alzábase ante él a todas horas, ceñuda y amenazante. Aquello no era vivir. Hasta de día evitaba el abandonar sus campos, rehuyendo el roce con los vecinos.
      No los temía; pero, como hombre prudente, evitaba las cuestiones con ellos.
      De noche dormía con zozobra, y muchas veces, al menor ladrido del perro, saltaba de la cama, lanzándose fuera de la barraca escopeta en mano. En más de una ocasión creyó ver negros bultos que huían por las sendas inmediatas.
      Temía por su cosecha, por el trigo, que era la esperanza de la familia, y cuyo crecimiento seguían todos los de la barraca silenciosamente con miradas ávidas.
      Conocía las amenazas de Pimentó, el cual, apoyado por toda la huerta, juraba que aquel trigo no había de segarlo su sembrador, y Batiste casi olvidaba a sus hijos para pensar en sus campos, en el oleaje verde que crecía y crecía bajo los rayos del sol y había de convertirse en rubios montones de mies.
      El odio silencioso y reconcentrado le seguía su camino. Apartábanse las mujeres, frunciendo los labios, sin dignarse saludarlo, como es costumbre en la huerta. Los hombres que trabajaban en los campos cercanos al camino llamábanse unos a otros con expresiones insolentes que indirectamente iban dirigidas a Batiste, y los chicuelos: «¡Morralón! ¡Chodio!» 5), sin añadir más a tales insultos, como si éstos sólo pudiesen ser aplicables al enemigo de la huerta.
      ¡Ah! Si él no tuviera sus puños de gigante, las espaldas enormes y aquel gesto de pocos amigos, ¡qué pronto hubiera dado cuenta de él toda la vega! Esperando cada uno que fuese su vecino el primero en atreverse, sus enemigos se contentaban con hostilizarlo desde lejos.
      Batiste, en medio de la tristeza que le infundía este vacío, experimentó una ligera satisfacción. Cerca ya de la barraca, cuando oía los ladridos de su perro, que le había adivinado, vió un muchacho, un zagalón, que, sentado en un ribazo, con la hoz entre las piernas y teniendo al lado unos montones de broza segada, se incorporó para saludarle:
      -¡Bon día, siñor Batiste!
      Y el saludo, la voz trémula de muchacho tímido con que le habló, le impresionaron dulcemente.
      Poca cosa era el afecto de este adolescente, y, sin embargo, experimentó la dulce impresión del calenturiento al sentir la frescura del agua.
      Miró con cariño sus ojazos azules, su cara sonrosada cubierta por un vello rubio, y buscó en su memoria quién podría ser este mozo. Al fin, recordó que era nieto del tío Tomba, el pastor ciego a quien respetaba toda la huerta; un buen muchacho, que servía de criado al carnicero de Alboraya, cuyo rebaño cuidaba el anciano.
      -¡Grasies, chiquet, grasies! -murmuró, agradeciendo el saludo.
      Y siguió adelante, siendo recibido por su perro, que saltaba ante él, restregando sus lanas en la pana de los pantalones.
      Junto a la puerta de la barraca estaba la esposa, rodeada de los pequeños, esperando impaciente, por ser ya pasada la hora de comer.
      Batiste miró sus campos y toda la rabia sufrida una hora antes ante el tribunal de las Aguas volvió de golpe, como una oleada furiosa, a invadir su cerebro.
      Su trigo sufría sed. No había más que verlo. Tenía la hoja arrugada, y el tono verde, antes tan lustroso era ahora de una amarilla transparencia. Le faltaba el riego, la tanda que le había robado Pimentó con sus astucias de mal hombre, y no volvería a corresponderle hasta pasados quince días, porque el agua escaseaba. Y encima de esta desdicha, todo el rosario condenado de libras y sueldos de multa. ¡Cristo!
      Comió sin apetito, contando a su mujer lo ocurrido en el Tribunal.
      La pobre Teresa escuchó a su marido, pálida, con la emoción de la campesina que siente punzadas en el corazón cada vez que ha de deshacer el nudo de la media guardadora del dinero en el fondo del arca. «¡Reina y Soberana! ¡Se habían propuesto arruinarlos! ¡Qué disgusto a la hora de comer!...»
      Y dejando caer su cuchara en la sartén del arroz, lloriqueó largamente bebiéndose las lágrimas. Después enrojeció con repentina rabia, mirando el pedazo de vega que se veía a través de la puerta, con sus blancas barracas y su oleaje verde, y extendiendo los brazos, gritó: «¡Pillos! ¡Pillos!»
      La gente menuda, asustada por el ceño del padre y los gritos de la madre, no se atrevía a comer. Mirábanse unos a otros con indecisión y extrañeza, hurgándose las narices por hacer algo, y acabaron todos por imitar a la madre, llorando sobre el arroz.
      Batiste, excitado por el coro de gemidos, se levantó furioso. Casi volcó la pequeña mesa con una de sus patadas, y se lanzó fuera de la barraca.
      ¡Qué tarde!... La sed de su trigo y el recuerdo de la multa eran dos feroces perros agarrados a su corazón. Cuando el uno, cansado de morderle, iba durmiéndose, llegaba el otro a todo correr y le clavaba los dientes.
      Quiso distraerse con el trabajo, y se entregó con toda su voluntad a la obra que llevaba entre manos: una pocilga levantada en el corral.
      Pero su trabajo adelantó poco. Ahogábase entre las tapias; necesitaba ver su campo, como los que necesitan contemplar su desgracia para anegarse en la voluptuosidad del dolor. Y con las manos llenas de barro volvió a salir de su barraca, quedando plantado ante su bancal de mustio trigo.
      A pocos pasos, por el borde del camino, pasaba la acequia, henchida de agua roja.
      La vivificante sangre de la huerta iba lejos, para otros campos, cuyos dueños no tenían la desgracia de ser odiados, y su pobre trigo allí, arrugándose, languideciendo, agitando su cabellera verde como si hiciera señas al agua para que se aproximara y lo acariciase con un fresco beso.
      A Batiste le pareció que el sol era más caliente que otros días. Caía el astro en el horizonte y, sin embargo, el pobre labriego se imaginó que sus rayos eran verticales y lo incendiaban todo.
      Su tierra se resquebrajaba, abríase en tortuosas grietas, formando mil bocas que en vano esperaban un sorbo.
      No aguantaría el trigo su sed hasta el próximo riego. Moriría antes seco, la familia no tendría pan; y después de tanta miseria. ¡multa encima!... ¿Y aún dicen si los hombres se pierden?...
      Movíase, furioso, en los linderos de su bancal. «¡Ah Pimentó! ¡Grandísimo granuja!... ¡Si no hubiera Guardia Civil!...»
      Y como los náufragos agonizantes de hambre y de sed, que en sus delirios sólo ven mesas de festín y clarísimos manantiales, Batiste contempló imaginariamente campos de trigo con los tallos verdes y erguidos, y el agua entrando a borbotones por las bocas de los ribazos, extendiéndose con un temblor luminoso, como si riera suavemente al sentir las cosquillas de la tierra sedienta.
      Al ocultarse el sol, experimentó Batiste cierto alivio, como si el astro se apagara para siempre y su cosecha quedase salvada.
      Se alejó de sus campos, de su barraca, yendo insensiblemente camino abajo, con paso lento, hacia la taberna de Copa. Ya no pensaba en la existencia de la Guardia Civil, y acogía con gusto la posibilidad de un encuentro con Pimentó, que no debía de andar lejos de la taberna.
      Venían hacia él por los bordes del camino los veloces rosarios de muchachas, cesta al brazo y falda revoloteante, de regreso de las fábricas de la ciudad.
      Azuleaba la huerta bajo el crepúsculo. En el fondo, sobre las oscuras montañas, coloreábanse las nubes con resplandor de lejano incendio; por la parte del mar temblaban en el infinito las primeras estrellas; ladraban los perros tristemente; con el canto monótono de ranas y grillos confundíase el chirrido de carros invisibles alejándose por todos los caminos de la inmensa llanura.
      Batiste vió venir a su hija, separada de las otras muchachas, caminado con paso perezoso. Sola no. Creyó ver que hablaba con un hombre, el cual seguía la misma dirección que ella, aunque algo separados, como van siempre los novios en la huerta, pues la aproximación es para ellos signo de pecado.
      Al distinguir a Batiste en medio del camino, el hombre fué retrasando su marcha, y quedó lejos cuando Roseta llegó junto a su padre.
      Este permaneció inmóvil, con el deseo de que el desconocido siguiese adelante para conocerlo.
      -¡Bona nit, siñor Batiste!
      Era la misma voz tímida que le había saludado a mediodía: el nieto del tío Tomba. Este zagal no parecía tener otra ocupación que vagar por los caminos para saludarlo y metérsele por los ojos con blanda dulzura.
      Miró a su hija, que enrojeció, bajando los ojos.
      -¡A casa, a casa! ¡Yo t'arreglaré!
      Y con la terrible majestad del padre latino, señor absoluto de sus hijos, más propenso a infundir miedo que a inspirar afecto, empezó a andar, seguido por la trémula Roseta, la cual, al acercarse a su barraca, creía marchar hacia una paliza segura.
      Se equivocó. El pobre padre no tenía en aquel momento más hijos en el mundo que su cosecha, el trigo enfermo, arrugado, sediento, que le llamaba a gritos pidiendo un sorbo para no morir.
      Y en esto pensó mientras su mujer arreglaba la cena. Roseta iba de un lado a otro, fingiendo ocupaciones para no llamar la atención, esperando de un momento a otro el estallido de la cólera paternal. Y Batiste seguía pensando en su campo, sentado ante la mesilla enana, rodeado de toda su familia menuda, que a la luz del candil miraba con avaricia una cazuela humeante de bacalao con patatas.
      La mujer todavía suspiraba pensando en la multa, y establecía, sin duda, comparaciones entre la cantidad fabulosa que iban a arrancarle y el desahogo con que toda la familia movía sus mandíbulas.
      Batiste apenas comió, ocupado en contemplar la voracidad de los suyos. Batistet, el hijo mayor, hasta se apoderaba con fingida distracción de los mendrugos de los pequeños. A Roseta el miedo le daba un apetito feroz.
      Nunca como entonces comprendió Batiste la carga que pesaba sobre sus espaldas. Aquellas bocas que se abrían para tragarse los escasos ahorros de la familia quedarían sin alimento si lo de fuera llagaba a secarse.
      Y todo, ¿por qué? Por la injusticia de los hombres, porque hay leyes para molestar a los trabajadores honrados... No debía pasar por ello. Su familia antes que nadie. ¿No estaba dispuesto a defender a los suyos de los mayores peligros? ¿No tenía el deber de mantenerlos?... Hombre era él capaz de convertirse en ladrón para darles de comer. ¿Por qué había de someterse, cuando no se trataba de robar, sino de la salvación de su cosecha, de lo que era muy suyo?
      La imagen de la acequia, que a poca distancia arrastraba su caudal murmurante para otros, era para él un martirio. Enfurecíale que la vida pasase junto a su puerta sin poder aprovecharla, porque así lo querían las leyes.
      De repente se levantó, como hombre que adopta una resolución y para cumplirla lo atropella todo.
      -¡A regar! ¡A regar!
      La mujer se asustó, adivinando instantáneamente todo el peligro de tan desesperante resolución: «¡Por Dios, Batiste!... Le impondrían una multa mayor; tal vez los del Tribunal, ofendidos por la rebeldía, le quitasen el agua para siempre. Había que pensarlo... Era mejor esperar.»
      Pero Batiste tenía la cólera firme de los hombres flemáticos y cachazudos, que cuando pierden la calma tardan mucho en recobrarla.
      -¡A regar! ¡A regar!
      Y Batistet, repitiendo alegremente las palabras de su padre, cogió los azadones y salió de la barraca seguido de su hermana y de los pequeños.
      Todos querían tomar parte en este trabajo, que parecía una fiesta.
      La familia sentía el alborozo de un pueblo que con la rebeldía recobra la libertad.
      Marcharon todos hacia la acequia, que murmuraba en la sombra. La inmensa vega perdíase en azulada penumbra; ondulaban los cañares como rumorosas y oscuras masas, y las estrellas parpadeaban en el espacio negro.
      Batiste se metió en la acequia hasta las rodillas, colocando la barrera que había de detener las aguas, mientras su hijo, su mujer y hasta su hija atacaban con los azadones el ribazo, abriendo boquetes por donde entraba el riego a borbotones.
      Toda la familia experimentó una sensación de frescura y bienestar.
      La tierra cantaba de alegría con un goloso glu-glu que le llegaba al corazón a todos ellos. «¡Bebe, bebe, pobrecita!» Y hundían sus pies en el barro, yendo encorvados de un lado a otro del campo para ver si el agua llegaba a todas partes.
      Batiste mugió con la satisfacción cruel que produce el goce de lo prohibido. ¡Qué peso se quitaba de encima!... Podían venir ahora los del tribunal y hacer lo que quisieran. Su campo bebía; esto era lo importante.
      Y como su fino oído de hombre habituado a la soledad creyó percibir cierto rumor inquietante en los vecinos cañares, corrió al barraca, para volver inmediatamente empuñando su escopeta nueva.
      Con el arma sobre el brazo y el dedo en el gatillo, estuvo más de una hora junto a la barrera de la acequia.
      El agua no pasaba adelante: se derramaba en los campos de Batiste, que bebían y bebían con la sed del hidrópico.
      Tal vez los de abajo se quejaban; tal vez Pimentó, advertido como atandador, rondaba por las inmediaciones, indignado por el insolente ataque a la ley.
      Pero allí estaba Batiste como centinela de su cosecha, desesperado héroe de la lucha por la vida, guardando a los suyos, que se agitaban sobre el campo extendiendo el riego, dispuesto a soltarle un escopetazo al primero que intentase echar la barrera restableciendo el curso legal del agua.
      Era tan fiera su actitud, destacándose erguido en medio de la acequia; se adivinaba en este fantasma negro tal resolución de recibir a tiros al que se presentase, que nadie salió de los inmediatos cañares, y bebieron sus campos durante una hora sin protesta alguna.
      Y lo que es más extraño: el jueves siguiente el atandador no le hizo comparecer ante el Tribunal de las Aguas.
      La huerta se había enterado que en la antigua barraca de Barret el único objeto de valor era una escopeta de dos cañones, comprada recientemente por el intruso con esa pasión africana del valenciano, que se priva gustoso del pan por tener detrás de la puerta de su vivienda un arma nueva que excite envidias e inspire respeto.
 
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1)
Se abre el tribunal 
2)
Hable usted. 
3)
¡Cuatro sueldos de multa! 
4)
Pagará el Bautista Borrull dos libras como pena y cuatro sueldos de multa. 
5)
¡Judío!


 
 
 
 
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