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B  I  B  L  I  O  T  H  E  C  A    A  U  G  U  S  T  A  N  A
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
  Vicente Blasco Ibáñez
1867 - 1928

 
 
   
   



L a   b a r r a c a

A l   l e c t o r

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He contado en el prólogo de otro libro mío cómo a mediados de 1895 tuve que huir de Valencia, después de una manifestación contra la guerra colonial, que degeneró en movimiento sedicioso, dando origen a un choque de los manifestantes con la fuerza pública.
      Perseguido por la autoridad militar como presunto autor de este suceso, viví escondido algunos días, cambiando varias veces de refugio, mientras mis amigos me preparaban el embarco secreto en un vapor que iba a zarpar para Italia.
      Uno de mis alojamientos fue en los altos de un despacho de vinos situado cerca del puerto, propiedad de un joven republicano, que vivía con su madre.
      Durante cuatro días permanecí metido en un entresuelo de techo bajo, sin poder asomarme a las ventanas que daban a la calle, por ser ésta de gran tránsito y andar la Policía y la Guardia Civil buscándome en la ciudad y sus alrededores.
      Obligado a permanecer en una habitación interior, completamente solo, leí todos los libros que poseía el tabernero, los cuales no eran muchos ni dignos de interés. Luego, para distraerme, quise escribir, y tuve que emplear los escasos medios que el dueño de la casa pudo poner a mi disposición: una botellita de tinta violeta a guisa de tintero, un portaplumas rojo, como los que se usan en las escuelas, y tres cuadernillos de papel de cartas rayado de azul.
      Así, escribí en dos tardes un cuento de la huerta valenciana, al que puse por título Venganza moruna. Era la historia de unos campos forzosamente yermos, que vi muchas veces, siendo niño, en los alrededores de Valencia, por la parte del cementerio; campos utilizados hace años como solares para la expansión urbana; el relato de una lucha entre labriegos y propietarios, que tuvo por origen un suceso trágico y abundó luego en conflictos y violencias.
      Cuando llegó la hora de mi embarco, en plena noche, disfrazado de marinero, dejé en la taberna todos mis objetos de uso personal y el pequeño fajo de hojas escritas por ambas caras.
      Vagué tres meses por Italia, volví a España, y un Consejo de guerra me condenó a varios años de presidio. Estuve encerrado más de doce meses, sufriendo los rigores de una severidad intencionada y cruel. Al ser conmutada mi pena, me desterraron a Madrid, sin duda para tenerme el Gobierno de entonces más al alcance de su vigilancia; y, finalmente, el pueblo de Valencia me eligió diputado, librándome así de nuevas persecuciones, gracias a la inmunidad parlamentaria.
      Mi campaña electoral consistió principalmente en discursos pronunciados al aire libre, ante muchedumbres enormes. Una tarde, después de hablar a los marineros y cargadores del puerto, cuando, terminado mi discurso, tuve que responder a los apretones de manos y los saludos de miles de oyentes, reconocí entre éstos al joven que me escondió en su casa.
      Tuve que acompañarle a la taberna para saludar a su madre y ver la pequeña habitación que me había servido de refugio. Mientras estas buenas gentes recordaban, emocionadas, mi hospedaje en su vivienda, fueron sacando todos los objetos que yo había dejado olvidados.
      Así, recobré el cuento Venganza moruna, volviendo a leerlo aquella noche, con el mismo interés que si lo hubiese escrito otro. Mi primera intención fué enviarlo a El Liberal, de Madrid, en el que colaboraba yo casi todas las semanas, publicando un cuento. Luego pensé en la conveniencia de ensanchar este relato, un poco seco y conciso, haciendo de él una novela, y escribí La barraca.
      Dirigía yo entonces en Valencia el diario El Pueblo, y tal era la pobreza de este periódico de combate, que, por no poder pagar un redactor encargado del servicio telegráfico, tenía el director que trabajar hasta la madrugada, o sea hasta que, redactados los últimos telegramas y ajustado el diario en páginas, entraba, finalmente, en máquina. Sólo entonces, fatigado de toda una noche de monótono trabajo periodístico, me era posible dedicarme a la labor creadora del novelista.
      Bajo la luz violácea del amanecer o al resplandor juvenil de un sol recién nacido fuí escribiendo los diez capítulos de mi novela. Nunca he trabajado con tanto cansancio físico y un entusiasmo tan reconcentrado y tenaz.
      Al relato primitivo le quité su título de Venganza moruna, empleándolo luego en otro de mis cuentos. Me pareció mejor dar a la nueva novela su nombre actual: La barraca. Primeramente se publicó en el folletón de El Pueblo, pasando casi inadvertida. Mis bravos amigos, los lectores del diario, sólo pensaban en el triunfo de la República, y no podían interesarles gran cosa unas luchas entre huertanos, rústicos personajes que ellos contemplaban de cerca a todas horas.
      Francisco Sempere, mi compañero de empresas editoriales, que iniciaba entonces su carrera y era todavía simple librero de lance, publicó una edición de La barraca de setecientos ejemplares, al precio de una peseta. Tampoco fué considerable el éxito del volumen. Creo que no pasaron de quinientos los ejemplares vendidos.
      Ocupado en trabajar por mis ideas políticas, no prestaba atención a la suerte editorial de mi obra, cuando, algunos meses después, recibí una carta del señor Hérelle, profesor del Liceo de Bayona. Ignoraba yo entonces que este señor Hérelle era célebre en su patria como traductor, luego de haber vertido al francés las obras de D'Annunzio y otros autores italianos. Me pedía autorización para traducir La barraca, explicando la casualidad que le permitió conocer mi novela. Un día de fiesta había ido de Bayona a San Sebastián, y, aburrido, mientras llegaba la hora de regresar a Francia, entró en una librería para adquirir un volumen cualquiera y leerlo sentado en la terraza de un café. El libro escogido fué La barraca, e, interesado por su lectura, el señor Hérelle casi perdió su tren.
      Con la despreocupación (por no llamarla de otro modo) que caracteriza a la mayoría de los españoles en lo que se refiere a puntualidad epistolar, dejé sin respuesta la carta de este señor. Volvió a escribirme, y tampoco contesté, acaparado por los accidentes de mi vida de propagandista. Pero Hérelle, tenaz en su propósito, repitió sus cartas.
      «He de contestar a ese señor francés -me decía todas las mañanas-. De hoy no pasa.»
      Y siempre una reunión política, un viaje o un incidente revolucionario de molestas consecuencias me impedía escribir a mi futuro traductor. Al fin, pude enviarle cuatro líneas autorizándole para dicha traducción, y no volví a acordarme de él.
      Una mañana, los diarios de Madrid anunciaron en sus telegramas de París que se había publicado la traducción de La barraca, novela del diputado republicano Blasco Ibáñez, con un éxito editorial enorme, y los primeros críticos de Francia hablaban de ella con elogio.
      La barraca, que había aparecido en una edición española de setecientos ejemplares (vendiéndose únicamente quinientos, la mayor parte de ellos en Valencia), y no mereció, al publicarse, otro saludo que unas cuantas palabras de los críticos de entonces, pasó de golpe a ser novela célebre. El insigne periodista Daniel Moya la publicó en el folletín de El Liberal, y luego empezó a remontarse, de edición en edición, hasta alcanzar su cifra actual de cien mil ejemplares legales. Digo legales, porque en América se han hecho numerosas ediciones de esta obra sin mi permiso. A la traducción francesa siguieron otras y otras en todos los idiomas de Europa. Si se suman los ejemplares de sus numerosas versiones extranjeras, pasan, seguramente, de un millón.
      Algunos jóvenes que muestran exagerada impaciencia por obtener la fama literaria y sus provechos materiales, deben reflexionar sobre la historia de esta novela, tan unida a mi nombre. Para las gentes amigas de clasificaciones, que una vez que encasillan a un autor, ya no lo sacan, por pereza mental, del alvéolo en que lo colocaron, yo seré siempre, escriba lo que escriba, «el ilustre autor de La barraca».
      Y de La barraca, al publicarse en volumen, se vendieron quinientos ejemplares, y mi difunto Sempere y yo nos repartimos setenta y ocho pesetas, ganancia líquida de la obra, llegando a obtener tal cantidad gracias a que entonces los gastos de impresión eran mucho más baratos que en los tiempos presentes.


      V. B. I

      Menton (Alpes Marítimos), 1925

 
 
 
 
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