BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Clarín (Leopoldo Alas)

1852 - 1901

 

La Regenta

 

Capítulo III

 

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Aquella tarde hablaron la Regenta y el Magistral en el paseo. El Arcipreste procuró que se encontraran y por su confianza con la Regenta facilitó la entrevista.

Pocas veces habían cruzado la palabra la hermosa dama y el Provisor, y nunca había pasado la conversación de los lugares comunes a que obliga el trato social.

Doña Ana Ozores no era de ninguna cofradía. Pagaba una cuota mensual en las Escuelas Dominicales, pero no asistía a las lecciones ni a las conferencias; vivía lejos del círculo en que el Provisor reinaba. Este visitaba poco a las personas que no podían o no querían servirle en sus planes de propaganda. Cuando el señor don Víctor Quintanar era Regente de Vetusta, el Magistral le visitaba en todas las solemnidades en que exigían este acto de cortesía las costumbres del pueblo; estas visitas las pagaba con la exactitud que usaba en estos asuntos el señor Quintanar, el más cumplido caballero de la ciudad, después de Bermúdez. Los cumplimientos del Magistral fueron escaseando, sin saberse -72- por qué, cuando se jubiló don Víctor, y por fin cesaron las visitas. Don Víctor y don Fermín se hablaban algunas veces en la calle, en el Espolón; se saludaban siempre con la mayor amabilidad. Se estimaban mutuamente. Las calumnias con que la maledicencia perseguía a De Pas tenían un aislador en don Víctor; por su conducto no se propagaban, y aun tomaba a su cargo deshacer su perniciosa influencia. Doña Ana jamás había hablado a solas con el Magistral, y después que cesaron las visitas apenas volvió a verle de cerca. A lo menos ella no lo recordaba. Don Cayetano, que sabía esto, hizo un simulacro de presentación diplomática en el tono jocoserio que nunca abandonaba. Ellos, la Regenta y el Magistral, habían hablado poco; todo casi se lo había dicho Ripamilán y lo demás Visitación, que acompañaba a la de Quintanar. Doña Ana volvió pronto a su casa. Se recogió temprano aquella noche.

De la breve conversación de la tarde no recordaba más que esto: que al día siguiente, después del coro, el Magistral la esperaba en su capilla. Le había indicado, aunque por medio de indirectas, que convenía, al mudar de confesor, hacer confesión general.

Había hablado con mucha afabilidad, con voz meliflua, pero poco, con cierto tono frío, y algo distraído al parecer. No le había visto los ojos. No le había visto más que los párpados, cargados de carne blanca. Debajo de las pestañas asomaba un brillo singular.

Cerca del lecho, arrodillada, rezó algunos minutos la Regenta.

Después se sentó en una mecedora junto a su tocador, en el gabinete, lejos del lecho por no caer en la tentación de acostarse, y leyó un cuarto de hora un libro devoto en que se trataba del sacramento de la -73- penitencia en preguntas y respuestas. No daba vuelta a las hojas. Dejó de leer. Su mirada estaba fija en unas palabras que decían: Si comió carne...

Mentalmente y como por máquina repetía estas tres voces, que para ella habían perdido todo significado; las repetía como si fueran de un idioma desconocido.

Después, saliendo de no sabía qué pozo negro su pensamiento, atendió a lo que leía. Dejó el libro sobre el tocador y cruzó las manos sobre las rodillas. Su abundante cabellera, de un castaño no muy obscuro, caía en ondas sobre la espalda y llegaba hasta el asiento de la mecedora, por delante le cubría el regazo; entre los dedos cruzados se habían enredado algunos cabellos. Sintió un escalofrío y se sorprendió con los dientes apretados hasta causarle un dolor sordo. Pasó una mano por la frente; se tomó el pulso, y después se puso los dedos de ambas manos delante de los ojos. Era aquella su manera de experimentar si se le iba o no la vista. Quedó tranquila. No era nada. Lo mejor sería no pensar en ello.

«¡Confesión general!». Sí, esto había dado a entender aquel señor sacerdote. Aquel libro no servía para tanto. Mejor era acostarse. El examen de conciencia de sus pecados de la temporada lo tenía hecho desde la víspera. El examen para aquella confesión general podía hacerlo acostada. Entró en la alcoba. Era grande, de altos artesones, estucada. La separaba del tocador un intercolumnio con elegantes colgaduras de satín granate. La Regenta dormía en una vulgarísima cama de matrimonio dorada, con pabellón blanco. Sobre la alfombra, a los pies del lecho, había una piel de tigre, auténtica. No había más imágenes santas que un crucifijo de marfil colgado sobre la cabecera; inclinándose -74- hacia el lecho parecía mirar a través del tul del pabellón blanco.

Obdulia, a fuerza de indiscreción, había conseguido varias veces entrar allí.

–«¡Qué mujer esta Anita!»

«Era limpia, no se podía negar, limpia como el armiño; esto al fin era un mérito... y una pulla para muchas damas vetustenses».

Pero añadía Obdulia:

–«Fuera de la limpieza y del orden, nada que revele a la mujer elegante. La piel de tigre, ¿tiene un cachet? Ps... qué sé yo. Me parece un capricho caro y extravagante, poco femenino al cabo. ¡La cama es un horror! Muy buena para la alcaldesa de Palomares. ¡Una cama de matrimonio! ¡Y qué cama! Una grosería. ¿Y lo demás? Nada. Allí no hay sexo. Aparte del orden, parece el cuarto de un estudiante. Ni un objeto de arte. Ni un mal bibelot; nada de lo que piden el confort y el buen gusto. La alcoba es la mujer como el estilo es el hombre. Dime cómo duermes y te diré quién eres. ¿Y la devoción? Allí la piedad está representada por un Cristo vulgar colocado de una manera contraria a las conveniencias».

–«¡Lástima –concluía Obdulia, sin sentir lástima–, que un bijou tan precioso se guarde en tan miserable joyero!».

«¡Ah! debía confesar que el juego de cama era digno de una princesa. ¡Qué sabanas! ¡Qué almohadones! Ella había pasado la mano por todo aquello, ¡qué suavidad! El satín de aquel cuerpecito de regalo no sentiría asperezas en el roce de aquellas sábanas».

Obdulia admiraba sinceramente las formas y el cutis de Ana, y allá en el fondo del corazón, le envidiaba la -75- piel de tigre. En Vetusta no había tigres; la viuda no podía exigir a sus amantes esta prueba de cariño. Ella tenía a los pies de la cama la caza del león, ¡pero estampada en tapiz miserable!

Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granate, como si alguien pudiera verla desde el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda, como se la figuraba don Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que Bermúdez podía representársela. Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera. Parecía una impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el artista. Jamás el Arcipreste, ni confesor alguno había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad de distender a sus solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por todo el cuerpo a la hora de acostarse. Nunca había creído ella que tal abandono fuese materia de confesión.

Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.

–«¡Confesión general!» –estaba pensando–. Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana.

Se acordó de que no había conocido a su madre. -76- Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados.

«Ni madre ni hijos».

Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. –Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. Entonces debía de tener, según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado, y aquel dolor aún la enternecía. Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades en la vida, pero ya despreciaba su memoria; una porción de necios se habían conjurado contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de niña, la injusticia de acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz, la sublevaba todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. Como aquel a quien, antes de descansar en su lecho el tiempo que necesita, obligan a levantarse, siente sensación extraña que podría llamarse nostalgia de blandura y del calor de su sueño, así, con parecida sensación, había Ana sentido toda su vida nostalgia del regazo de su madre. Nunca habían oprimido su cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y ella, la chiquilla, buscaba algo parecido donde quiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas, noble y hermoso; debía de ser un terranova. –¿Qué habría sido de él?–. El perro se tendía al sol, con la cabeza entre -77- las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el lomo rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y caliente. En los prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los montones de yerba segada. Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa por buscar consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias. Era el caso que ella tenía una mamá que le daba todo lo que quería, que la apretaba contra su pecho y que la dormía cantando cerca de su oído:

      Sábado, sábado, morena,
      cayó el pajarillo en trena
      con grillos y con cadenaaa...


Y esto otro:

      Estaba la pájara pinta
      a la sombra de un verde limón...


Estos cantares los oía en una plaza grande a las mujeres del pueblo que arrullaban a sus hijuelos...

Y así se dormía ella también, figurándose que era la almohada el seno de su madre soñada y que realmente oía aquellas canciones que sonaban dentro de su cerebro. Poco a poco se había acostumbrado a esto, a no tener más placeres puros y tiernos que los de su imaginación.

Pensando la Regenta en aquella niña que había sido ella, la admiraba y le parecía que su vida se había partido en dos, una era la de aquel angelillo que se le antojaba muerto. La niña que saltaba del lecho a obscuras era más enérgica que esta Anita de ahora, tenía una fuerza interior pasmosa para resistir sin humillarse -78- las exigencias y las injusticias de las personas frías, secas y caprichosas que la criaban.

–«¡Vaya una manera de hacer examen de conciencia!» –pensó doña Ana algo avergonzada.

Salió descalza de la alcoba, cogió el devocionario que estaba sobre el tocador y corrió a su lecho. Se acostó, acercó la luz y se puso a leer con la cabeza hundida en las almohadas. Si comió carne, volvieron a ver sus ojos cargados de sueño; pero pasó adelante. Una, dos, tres hojas... leía sin saber qué. Por fin, se detuvo en un renglón que decía:

–«Los parajes por donde anduvo...».

Aquello lo entendió. Había estado, mientras pasaba hojas y hojas, pensando, sin saber cómo, en don Álvaro Mesía, presidente del casino de Vetusta y jefe del partido liberal dinástico; pero al leer: «Los parajes por donde anduvo», su pensamiento volvió de repente a los tiempos lejanos. Cuando era niña, pero ya confesaba, siempre que el libro de examen decía «pase la memoria por los lugares que ha recorrido», se acordaba sin querer de la barca de Trébol, de aquel gran pecado que había cometido, sin saberlo ella, la noche que pasó dentro de la barca con aquel Germán, su amigo... ¡Infames! La Regenta sentía rubor y cólera al recordar aquella calumnia. Dejó el libro sobre la mesilla de noche –otro mueble vulgar que irritaba el buen gusto de Obdulia– apagó la luz... y se encontró en la barca de Trébol, a medianoche, al lado de Germán, un niño rubio de doce años, dos más que ella. Él la abrigaba solícito con un saco de lona que habían encontrado en el fondo de la barca. Ella le había rogado que se abrigara él también. Debajo del saco, como si fuera una colcha, estaban los dos tendidos sobre el -79- tablado de la barca, cuyas bandas obscuras les impedían ver la campiña; sólo veían allá arriba nubes que corrían delante de la cara de la luna.

–¿Tienes frío? –preguntaba Germán.

Y Ana respondía, con los ojos muy abiertos, fijos en la luna que corría, detrás de las nubes:

–¡No!

–¿Tienes miedo?

–¡Ca!

–Somos marido y mujer –decía él.

–¡Yo soy una mamá!

Y oía debajo de su cabeza un rumor dulce que la arrullaba como para adormecerla; era el rumor de la corriente.

Se habían contado muchos cuentos. Él había contado además su historia. Tenía papá en Colondres y mamá también.

–¿Cómo era una mamá?

Germán lo explicaba como podía.

–¿Dan muchos besos las mamás?

–Sí.

–¿Y cantan?

–Sí, yo tengo una hermanita que le cantan. Yo ya soy grande.

–¡Y yo soy una mamá!

Después venía la historia de ella. Vivía en Loreto, una aldea, algo lejos de la ría por aquel lado, pero tocando con el mar por allá arriba, por el arenal. Vivía con una señora que se llamaba aya y doña Camila. No la quería. Aquella señora aya tenía criados y criadas y un señor que venía de noche y le daba besos a doña Camila, que le pegaba y decía: «Delante de ella no, que es muy maliciosa». -80-

Le decían que tenía un papá que la quería mucho y era el que mandaba los vestidos y el dinero y todo. Pero él no podía venir, porque estaba matando moros. La castigaban mucho, pero no la pegaban; eran encierros, ayunos y el castigo peor, el de acostarse temprano. Se escapaba por la puerta del jardín y corría llorando hacia el mar; quería meterse en un barco y navegar hasta la tierra de los moros y buscar a su papá. Algún marinero la encontraba llorando y la acariciaba. Ella le proponía el viaje, el marinero se reía, le decía que sí, la cogía en los brazos, pero el pícaro la llevaba a casa del aya y la volvían al encierro. Una tarde se había escapado por otro camino, pero no encontraba el mar. Había pasado junto a un molino; un perro le había cerrado el paso al atravesar el puente de la acequia, hecho con un tronco hueco de castaño; Ana se había echado sobre el tronco porque se mareaba viendo el agua blanca que ladraba debajo como el perro enfrente de ella. El perro había pasado por encima de Anita; no había querido morderla. Ella entonces, desde la otra orilla, le llamó y le dijo:

–Chito, toma, ahí tienes eso.

Era su merienda que llevaba en un bolsillo; un poco de pan con manteca mojado en lágrimas.

Casi siempre comía el pan de la merienda salado por las lágrimas. Cuando estaba sola lloraba de pena; pero delante del aya, de los criados y del hombre, lloraba de rabia. Había encontrado después del molino un bosque y lo había cruzado corriendo, cantando, y eso que tenía aún los ojos llenos de llanto, pero cantaba de miedo. Al salir del bosque había visto un prado de yerba muy verde y muy alta...

–¿Y allí estaba yo, verdad? –gritó Germán. -81-

–Es verdad.

–Y te dije si querías embarcarte en la barca de Trébol, que el barquero había sido mi criado, y yo era de Colondres, que está al otro lado de la ría.

–Es verdad.

La Regenta recordaba todo esto como va escrito, incluso el diálogo; pero creía que, en rigor, de lo que se acordaba no era de las palabras mismas, sino de posterior recuerdo en que la niña había animado y puesto en forma de novela los sucesos de aquella noche.

Después se habían dormido. Ya era de día cuando los despertó una voz que gritaba desde la orilla de Colondres. Era el barquero que veía su barca en un islote que dejaba el agua en medio de la ría al bajar la marea. El barquero los riñó mucho. A ella la condujo a Loreto un hijo de aquel hombre; pero en el camino los halló un criado del aya. Andaban buscándola por todo el mundo. Creían que se había caído al mar. Doña Camila estaba enferma del susto, en cama. El hombre que besaba al aya cogió a Anita por un brazo y se lo apretó hasta arrancarle sangre. Pero ella no lloró.

Le preguntaron dónde había pasado la noche y no quiso contestar por temor de que castigaran a Germán si se sabía. La encerraron, no le dieron de comer aquel día, pero no declaró nada. A la mañana siguiente el aya hizo llamar al barquero de Trébol. Según aquel hombre, los niños se habían concertado para pasar juntos una noche en la barca. ¿Quién lo diría? Ana confesó al cabo que habían dormido juntos, pero que había sido sin querer. Su propósito había sido hacerse dueños de la barca una noche, aunque los riñeran en casa, pasar de orilla a orilla ellos solos, tirando por la cuerda, y después volverse él a Colondres y ella a Loreto. Pero el -82- agua de la ría se había marchado, la barca tropezó en el fondo con las piedras en mitad del pasaje y por más esfuerzos que habían hecho no habían conseguido moverla. Y se habían acostado y se habían dormido. De haber podido romper la cuerda que sujetaba la lancha se hubieran ido a la tierra del moro, porque Germán sabía el camino por el mar; ella hubiera buscado a su papá y él hubiera matado muchos moros; pero la cuerda era muy fuerte. No pudieron romperla y se acostaron para contarse cuentos de dormir.

Lo mismo había referido Germán al barquero, pero no se creyó la historia.

¡Qué escándalo! doña Camila cogió a Anita por la garganta y por poco la ahoga. Después dijo un refrán desvergonzado en que se insultaba a su madre y a ella, según comprendió mucho más tarde, porque entonces no entendía aquellas palabras.

Doña Camila culpaba al hombre que le daba besos, de las picardías de la niña.

–Tú le has abierto los ojos con tus imprudencias.

Anita no entendía y el hombre, el señor del aya, reía a carcajadas.

Desde aquel día el hombre la miraba con llamaradas en los ojos, y sonreía, y en cuanto salía de la habitación el aya le pedía besos a ella, pero nunca quiso dárselos.

Vino un cura y se encerró con Ana en la alcoba de la niña y le preguntó unas cosas que ella no sabía lo que eran. Más adelante meditando mucho, acabó por entender algo de aquello. Se la quiso convencer de que había cometido un gran pecado. La llevaron a la iglesia de la aldea y la hicieron confesarse. No supo contestar al cura y este declaró al aya que no servía la niña para el caso todavía, porque por ignorancia o por malicia, ocultaba -83- sus pecadillos. Los chicos de la calle la miraban como el hombre que besaba a doña Camila; la cogían por un brazo y querían llevársela no sabía a dónde. No volvió a salir sin el aya. A Germán no había vuelto a verle.

–He escrito a tu papá diciéndole lo que tú eres. En cuanto cumplas los once años, irás a un colegio de Recoletas.

Esta amenaza de doña Camila no pasó de amenaza, pero Ana no sentía salir de Loreto, ir donde quiera.

Desde entonces la trataron como a un animal precoz. Sin enterarse bien de lo que oía, había entendido que achacaban a culpas de su madre los pecados que la atribuían a ella...

Al llegar a este punto de sus recuerdos la Regenta sintió que se sofocaba, sus mejillas ardían. Encendió luz, apartó de sí la colcha pesada y sus formas de Venus, algo flamenca, se revelaron exageradas bajo la manta de finísima lana de colores ceñida al cuerpo. La colcha quedó arrugada a los pies.

Aquellos recuerdos de la niñez huyeron, pero la cólera que despertaron, a pesar de ser tan lejana, no se desvaneció con ellos.

–«¡Qué vida tan estúpida!»– pensó Ana, pasando a reflexiones de otro género.

Aumentaba su mal humor con la conciencia de que estaba pasando un cuarto de hora de rebelión. Creía vivir sacrificada a deberes que se había impuesto; estos deberes algunas veces se los representaba como poética misión que explicaba el por qué de la vida. Entonces pensaba:

–«La monotonía, la insulsez de esta existencia es aparente; mis días están ocupados por grandes cosas; -84- este sacrificio, esta lucha es más grande que cualquier aventura del mundo».

En otros momentos, como ahora, tascaba el freno la pasión sojuzgada; protestaba el egoísmo, la llamaba loca, romántica, necia y decía: –¡Qué vida tan estúpida!

Esta conciencia de la rebelión la desesperaba; quería aplacarla y se irritaba. Sentía cardos en el alma. En tales horas no quería a nadie, no compadecía a nadie. En aquel instante deseaba oír música; no podía haber voz más oportuna. Y sin saber cómo, sin querer se le apareció el Teatro Real de Madrid y vio a don Álvaro Mesía, el presidente del Casino, ni más ni menos, envuelto en una capa de embozos grana, cantando bajo los balcones de Rosina:

      Ecco ridente il ciel...

      La respiración de la Regenta era fuerte, frecuente; su nariz palpitaba ensanchándose, sus ojos tenían fulgores de fiebre y estaban clavados en la pared, mirando la sombra sinuosa de su cuerpo ceñido por la manta de colores.

Quiso pensar en aquello, en Lindoro, en el Barbero, para suavizar la aspereza de espíritu que la mortificaba.

–¡Si yo tuviera un hijo!... ahora... aquí... besándole, cantándole...

Huyó la vaga imagen del rorro, y otra vez se presentó el esbelto don Álvaro, pero de gabán blanco entallado, saludándola como saludaba el rey Amadeo.

Mesía al saludar humillaba los ojos, cargados de amor, ante los de ella imperiosos, imponentes.

Sintió flojedad en el espíritu. La sequedad y tirantez que la mortificaban se fueron convirtiendo en tristeza y desconsuelo... -85-

Ya no era mala, ya sentía como ella quería sentir; y la idea de su sacrificio se le apareció de nuevo; pero grande ahora, sublime, como una corriente de ternura capaz de anegar el mundo. La imagen de don Álvaro también fue desvaneciéndose, cual un cuadro disolvente; ya no se veía más que el gabán blanco y detrás, como una filtración de luz, iban destacándose una bata escocesa a cuadros, un gorro verde de terciopelo y oro, con borla, un bigote y una perilla blancos, unas cejas grises muy espesas... y al fin sobre un fondo negro brilló entera la respetable y familiar figura de su don Víctor Quintanar con un nimbo de luz en torno. Aquel era el sujeto del sacrificio, como diría don Cayetano. Ana Ozores depositó un casto beso en la frente del caballero.

Y sintió vehementes deseos de verle, de besarle en realidad como al cuadro disolvente.

Mala hora, sin duda, era aquella.

Pero la casualidad vino a favorecer el anhelo de la casta esposa. Se tomó el pulso, se miró las manos; no veía bien los dedos, el pulso latía con violencia, en los párpados le estallaban estrellitas, como chispas de fuegos artificiales, sí, sí, estaba mala, iba a darle el ataque; había que llamar; cogió el cordón de la campanilla, llamó. Pasaron dos minutos. ¿No oían?... Nada. Volvió a empuñar el cordón... llamó. Oyó pasos precipitados. Al mismo tiempo que por una puerta de escape entraba Petra, su doncella, asustada, casi desnuda, se abrió la colgadura granate y apareció el cuadro disolvente, el hombre de la bata escocesa y el gorro verde, con una palmatoria en la mano.

–¿Qué tienes, hija mía? –gritó don Víctor acercándose al lecho. -86-

«Era el ataque, aunque no estaba segura de que viniese con todo el aparato nervioso de costumbre; pero los síntomas los de siempre; no veía, le estallaban chispas de brasero en los párpados y en el cerebro, se le enfriaban las manos, y de pesadas no le parecían suyas...». Petra corrió a la cocina sin esperar órdenes; ya sabía lo que se necesitaba, tila y azahar.

Don Víctor se tranquilizó. «Estaba acostumbrado al ataque de su querida esposa; padecía la infeliz, pero no era nada».

–No pienses en ello, que ya sabes que es lo mejor.

–Sí, tienes razón; acércate, háblame, siéntate aquí.

Don Víctor se sentó sobre la cama y depositó un beso paternal en la frente de su señora esposa. Ella le apretó la cabeza contra su pecho y derramó algunas lágrimas. Notadas que fueron las cuales por don Víctor exclamó este:

–¿Ves? ya lloras; buena señal. La tormenta de nervios se deshace en agua; está conjurado el ataque, verás como no sigue.

En efecto, Ana comenzó a sentirse mejor. Hablaron. Ella manifestó una ternura que él le agradeció en lo que valía. Volvió Petra con la tila.

Don Víctor observó que la muchacha no había reparado el desorden de su traje, que no era traje, pues se componía de la camisa, un pañuelo de lana, corto, echado sobre los hombros y una falda que, mal atada al cuerpo, dejaba adivinar los encantos de la doncella, dado que fueran encantos, que don Víctor no entraba en tales averiguaciones, por más que sin querer aventuró, para sus adentros, la hipótesis de que las carnes debían de ser muy blancas, toda vez que la chica era rubia azafranada... -87-

Con la tila y el azahar Anita acabó de serenarse. Respiró con fuerza; sintió un bienestar que le llenó el alma de optimismo.

«¡Qué solícita era Petra! y su Víctor ¡qué bueno!».

«Y había sido hermoso, no cabía duda. Verdad era que sus cincuenta y tantos años parecían sesenta; pero sesenta años de una robustez envidiable; su bigote blanco, su perilla blanca, sus cejas grises le daban venerable y hasta heroico aspecto de brigadier y aun de general. No parecía un Regente de Audiencia jubilado, sino un ilustre caudillo en situación de cuartel».

Petra, temblando de frío, con los brazos cruzados, unos blanquísimos brazos bien torneados, se retiró discretamente, pero se quedó en la sala contigua esperando órdenes.

Ana se empeñó en que Quintanar –casi siempre le llamaba así– bebiese aquella poca tila que quedaba en la taza.

¡Pero si don Víctor no creía en los nervios! ¡Si estaba sereno! Muerto de sueño, pero tranquilo.

«No importaba. Era un capricho. No lo conocía él, pero se había asustado».

–Que no, hija mía; que te juro...

–Que sí, que sí...

Don Víctor tomó tila y acto continuo bostezó enérgicamente.

–¿Tienes frío?

–¡Frío yo!

Y pensó que dentro de tres horas, antes de amanecer, saldría con gran sigilo por la puerta del parque –la huerta de los Ozores–. Entonces sí que haría frío, sobre todo, cuando llegaran al Montico, él y su querido Frígilis, su Pílades cinegético, como le llamaba. -88- Iban de caza; una caza prohibida, a tales horas, por la Regenta. Anita no dejó a Víctor tan pronto como él quisiera. Estaba muy habladora su querida mujercita. Le recordó mil episodios de la vida conyugal siempre tranquila y armoniosa.

–¿No quisieras tener un hijo, Víctor? –preguntó la esposa apoyando la cabeza en el pecho del marido.

–¡Con mil amores! –contestó el ex-regente buscando en su corazón la fibra del amor paternal. No la encontró; y para figurarse algo parecido pensó en su reclamo de perdiz, escogidísimo regalo de Frígilis.

–«Si mi mujer supiera que sólo puedo disponer de dos horas y media de descanso, me dejaría volver a la cama».

Pero la pobrecita lo ignoraba todo, debía ignorarlo. Más de media hora tardó la Regenta en cansarse de aquella locuacidad nerviosa. ¡Qué de proyectos! ¡qué de horizontes de color de rosa! Y siempre, siempre juntos Víctor y ella.

–¿Verdad?

–Sí, hijita mía, sí; pero debes descansar; te exaltas hablando...

–Tienes razón; siento una fatiga dulce... Voy a dormir.

Él se inclinó para besarle la frente, pero ella echándole los brazos al cuello y hacia atrás la cabeza, recibió en los labios el beso. Don Víctor se puso un poco encarnado; sintió hervir la sangre. Pero no se atrevió. Además, antes de tres horas debía estar camino del Montico con la escopeta al hombro. Si se quedaba con su mujer, adiós cacería... Y Frígilis era inexorable en esta materia. Todo lo perdonaba menos faltar o llegar tarde a un madrugón por el estilo. -89-

–«Sálvense los principios»– pensó el cazador.

–¡Buenas noches, tórtola mía!

Y se acordó de las que tenía en la pajarera.

Y después de depositar otro beso, por propia iniciativa, en la frente de Ana, salió de la alcoba con la palmatoria en la diestra mano; con la izquierda levantó el cortinaje granate; volviose, saludó a su esposa con una sonrisa, y con majestuoso paso, no obstante calzar bordadas zapatillas, se restituyó a su habitación que estaba al otro extremo del caserón de los Ozores.

Atravesó un gran salón que se llamaba el estrado; anduvo por pasillos anchos y largos, llegó a una galería de cristales y allí vaciló un momento. Volvió pies atrás, desanduvo todos los pasillos y discretamente llamó a una puerta.

Petra se presentó en el mismo desorden de antes.

–¿Qué hay? ¿se ha puesto peor?

–No es eso, muchacha –contestó don Víctor.

«¡Qué desfachatez! Aquella joven ¿no consideraba que estaba casi desnuda?».

–Es que... es que... por si Anselmo se duerme y no oye la señal de don Tomás (Frígilis)... Como es tan bruto Anselmo... Quiero que tú me llames si oyes los tres ladridos... ya sabes... don Tomás...

–Sí, ya sé. Descuide usted, señor. En cuanto ladre don Tomás iré a llamarle. ¿No hay más? –añadió la rubia azafranada, con ojos provocativos.

–Nada más. Y acuéstate, que estás muy a la ligera y hace mucho frío.

Ella fingió un rubor que estaba muy lejos de su ánimo y volvió la espalda no muy cubierta. Don Víctor levantó entonces los ojos y pudo apreciar que eran, en -90- efecto, encantos los que no velaba bien aquella chica.

Se cerró la puerta del cuarto de Petra y don Víctor emprendió de nuevo su majestuosa marcha por los pasillos.

Pero antes de entrar en su cuarto se dijo:

–«Ea; ya que estoy levantando voy a dar un vistazo a mi gente».

En un extremo de la galería de cristales había una puerta; la empujó suavemente y entró en la casa-habitación de sus pájaros que dormían el sueño de los justos.

Con la mano que llevaba libre hizo una pantalla para la luz de la palmatoria, y de puntillas se acercó a la canariera. No había novedad. Su visita inoportuna no fue notada más que por dos o tres canarios, que movieron las alas estremeciéndose y ocultaron la cabeza entre la pluma. Siguió adelante. Las tórtolas también dormían; allí hubo ciertos murmullos de desaprobación, y don Víctor se alejó por no ser indiscreto. Se acercó a la jaula «del tordo más filarmónico de la provincia, sin vanidad». El tordo estaba enhiesto sobre un travesaño, con los hombros encogidos; pero no dormía. Sus ojos se fijaron de un modo impertinente en los de su amo y no quiso reconocerle. Toda la noche se hubiera estado el animalejo mira que te mirarás, con aire de desafío, sin bajar la mirada; «le conocía bien; era muy aragonés. ¡Y cómo se parecía a Ripamilán!». Siguió adelante. Quiso ver la codorniz; pero la salvaje africana se daba de cabezadas, asustada, contra el techo de lienzo de su jaula chata y la dejó tranquilizarse. Ante el reclamo de perdiz quedó extasiado. Si algún pensamiento impuro manchara acaso su conciencia poco antes, la contemplación del reclamo, aquella obra maestra de la naturaleza, -91- le devolvió toda la elevación de miras y grandeza de espíritu que convenía al primer ornitólogo y al cazador sin rival de Vetusta.

Equilibrado el ánimo, volvió don Víctor al amor de las sábanas.

En aquella estancia dormían años atrás, en la cama dorada de Anita, él y ella, amantes esposos. Pero... habían coincidido en una idea.

A ella la molestaba él con sus madrugones de cazador; a él le molestaba ella porque le hacía sacrificarse y madrugar menos de lo que debía, por no despertarla. Además, los pájaros estaban en una especie de destierro, muy lejos del amo. Traerlos cerca estando allí Anita sería una crueldad; no la dejarían dormir la mañana. Pero él ¡con qué deleite hubiera saboreado el primer silbido del tordo, el arrullo voluptuoso de las tórtolas, el monótono ritmo de la codorniz, el chas, chas cacofónico, dulce al cazador, de la perdiz huraña!

No se recuerda quién, pero él piensa que Anita, se atrevió a manifestar el deseo de una separación en cuanto al tálamo –quo ad thorum–. Fue acogida con mal disimulado júbilo la proposición tímida, y el matrimonio mejor avenido del mundo dividió el lecho. Ella se fue al otro extremo del caserón, que era caliente porque estaba al Mediodía, y él se quedó en su alcoba. Pudo Anita dormir en adelante la mañana, sin que nadie interrumpiera esta delicia; y pudo Quintanar levantarse con la aurora y recrear el oído con los cercanos conciertos matutinos de codornices, tordos, perdices, tórtolas y canarios. Si algo faltaba antes para la completa armonía de aquella pareja, ya estaba colmada su felicidad doméstica, por lo que toca a la concordia. -92-

Y a este propósito solía decir don Víctor, recordando su magistratura:

–«La libertad de cada cual se extiende hasta el límite en que empieza la libertad de los demás; por tener esto en cuenta, he sido siempre feliz en mi matrimonio».

Quiso dormir el poco tiempo de que disponía para ello, pero no pudo. En cuanto se quedaba trasvolado, soñaba que oía los tres ladridos de Frígilis.

¡Cosa extraña! Otras veces no le sucedía esto, dormía a pierna suelta y despertaba en el momento oportuno.

¡Habría sido la tila! Volvió a encender luz. Cogió el único libro que tenía sobre la mesa de noche. Era un tomo de mucho bulto. «Calderón de la Barca» decían unas letras doradas en el lomo. Leyó.

Siempre había sido muy aficionado a representar comedias, y le deleitaba especialmente el teatro del siglo diecisiete. Deliraba por las costumbres de aquel tiempo en que se sabía lo que era honor y mantenerlo. Según él, nadie como Calderón entendía en achaques del puntillo de honor, ni daba nadie las estocadas que lavan reputaciones tan a tiempo, ni en el discreteo de lo que era amor y no lo era, le llegaba autor alguno a la suela de los zapatos. En lo de tomar justa y sabrosa venganza los maridos ultrajados, el divino don Pedro había discurrido como nadie y sin quitar a «El castigo sin venganza» y otros portentos de Lope el mérito que tenían, don Víctor nada encontraba como «El médico de su honra».

–Si mi mujer –decía a Frígilis– fuese capaz de caer en liviandad digna de castigo...

–Lo cual es absurdo aun supuesto...

–Bien, pero suponiendo ese absurdo... yo le doy una sangría suelta. -93-

Y hasta nombraba el albéitar a quien había de llamar y tapar los ojos, con todo lo demás del argumento. Tampoco le parecía mal lo de prender fuego a la casa y vengar secretamente el supuesto adulterio de su mujer. Si llegara el caso, que claro que no llegaría, él no pensaba prorrumpir en preciosa tirada de versos, porque ni era poeta ni quería calentarse al calor de su casa incendiada; pero en todo lo demás había de ser, dado el caso, no menos rigoroso que tales y otros caballeros parecidos de aquella España de mejores días.

Frígilis opinaba que todo aquello estaba bien en las comedias, pero que en el mundo un marido no está para divertir al público con emociones fuertes, y lo que debe hacer en tan apurada situación es perseguir al seductor ante los tribunales y procurar que su mujer vaya a un convento.

–¡Absurdo! ¡absurdo! –gritaba don Víctor– jamás se hizo cosa por el estilo en los gloriosos siglos de estos insignes poetas.

–Afortunadamente –añadía calmándose– yo no me veré nunca en el doloroso trance de escogitar medios para vengar tales agravios; pero juro a Dios que llegado el caso, mis atrocidades serían dignas de ser puestas en décimas calderonianas.

Y lo pensaba como lo decía.

Todas las noches antes de dormir se daba un atracón de honra a la antigua, como él decía; honra habladora, así con la espada como con la discreta lengua. Quintanar manejaba el florete, la espada española, la daga. Esta afición le había venido de su pasión por el teatro. Cuando trabajaba como aficionado, había comprendido en los numerosos duelos que tuvo en escena la necesidad de la esgrima, y con tal calor lo tomó, y tal disposición -94- natural tenía, que llegó a ser poco menos que un maestro. Por supuesto, no entraba en sus planes matar a nadie; era un espadachín lírico. Pero su mayor habilidad estaba en el manejo de la pistola; encendía un fósforo con una bala a veinticinco pasos, mataba un mosquito a treinta y se lucía con otros ejercicios por el estilo. Pero no era jactancioso. Estimaba en poco su destreza; casi nadie sabía de ella. Lo principal era tener aquella sublime idea del honor, tan propia para redondillas y hasta sonetos. Él era pacífico; nunca había pegado a nadie. Las muertes que había firmado como juez, le habían causado siempre inapetencias, dolores de cabeza, a pesar de que se creía irresponsable.

Leía, pues, don Víctor a Calderón, sin cansarse, y próximo estaba a ver cómo se atravesaban con sendas quintillas dos valerosos caballeros que pretendían la misma dama, cuando oyó tres ladridos lejanos. «¡Era Frígilis!».

Doña Ana tardó mucho en dormirse, pero su vigilia ya no fue impaciente, desabrida. El espíritu se había refrigerado con el nuevo sesgo de los pensamientos. Aquel noble esposo a quien debía la dignidad y la independencia de su vida, bien merecía la abnegación constante a que ella estaba resuelta. Le había sacrificado su juventud: ¿por qué no continuar el sacrificio? No pensó más en aquellos años en que había una calumnia capaz de corromper la más pura inocencia; pensó en lo presente. Tal vez había sido providencial aquella aventura de la barca de Trébol. Si al principio, por ser tan niña, no había sacado ninguna enseñanza de aquella injusta persecución de la calumnia, más adelante, gracias a ella, aprendió a guardar -95- las apariencias; supo, recordando lo pasado, que para el mundo no hay más virtud que la ostensible y aparatosa. Su alma se regocijó contemplando en la fantasía el holocausto del general respeto, de la admiración que como virtuosa y bella se le tributaba. En Vetusta, decir la Regenta era decir la perfecta casada. Ya no veía Anita la estúpida existencia de antes. Recordaba que la llamaban madre de los pobres. Sin ser beata, las más ardientes fanáticas la consideraban buena católica. Los más atrevidos Tenorios, famosos por sus temeridades, bajaban ante ella los ojos, y su hermosura se adoraba en silencio. Tal vez muchos la amaban, pero nadie se lo decía... Aquel mismo don Álvaro que tenía fama de atreverse a todo y conseguirlo todo, la quería, la adoraba sin duda alguna, estaba segura; más de dos años hacía que ella lo había conocido, pero él no había hablado más que con los ojos, donde Ana fingía no adivinar una pasión que era un crimen.

Verdad era que en estos últimos meses, sobre todo desde algunas semanas a esta parte, se mostraba más atrevido... hasta algo imprudente, él que era la prudencia misma, y sólo por esto digno de que ella no se irritara contra su infame intento... pero ya sabría contenerle; sí, ella le pondría a raya helándole con una mirada... Y pensando en convertir en carámbano a don Álvaro Mesía, mientras él se obstinaba en ser de fuego, se quedó dormida dulcemente.

En tanto allá abajo, en el parque, miraba al balcón cerrado del tocador de la Regenta, don Víctor, pálido y ojeroso, como si saliera de una orgía; daba pataditas en el suelo para sacudir el frío y decía a Frígilis, su amigo...

–¡Pobrecita! ¡cuán ajena estará, allá en su tranquilo -96- sueño, de que su esposo la engaña y sale de casa dos horas antes de lo que ella piensa!...

Frígilis sonrió como un filósofo y echó a andar delante. Era un señor ni alto ni bajo, cuadrado; vestía cazadora de paño pardo; iba tocado con gorra negra con orejeras y por único abrigo ostentaba una inmensa bufanda, a cuadros, que le daba diez vueltas al cuello. Lo demás todo era utensilios y atributos de caza, pero sobrios, como los de un Nemrod.

Don Víctor, al llegar a la puerta del parque, volvió a mirar hacia el balcón, lleno de remordimientos.

–Anda, anda, que es tarde –murmuró Frígilis.

No había amanecido.