BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Clarín (Leopoldo Alas)

1852 - 1901

 

La Regenta

 

Capítulo XVII

 

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Al obscurecer de aquel mismo día, que era el de Difuntos, Petra anunció a la Regenta, que paseaba en el Parque, entre los eucaliptus de Frígilis, la visita del Sr. Magistral.

–Enciende la lámpara del gabinete y antes hazle pasar a la huerta... –dijo Ana sorprendida y algo asustada.

El Magistral pasó por el patio al Parque. Ana le esperaba sentada dentro del cenador. «Estaba hermosa la tarde, parecía de septiembre; no duraría mucho el buen tiempo, luego se caería el cielo hecho agua sobre Vetusta...».

Todo esto se dijo al principio. Ana se turbó cuando el Magistral se atrevió a preguntarle por la jaqueca.

«¡Se había olvidado de su mentira!». Explicó lo mejor que pudo su presencia en el Parque a pesar de la jaqueca.

El Magistral confirmó su sospecha. Le había engañado su dulce amiga.

Estaba el clérigo pálido, le temblaba un poco la voz, -54- y se movía sin cesar en la mecedora en que se le había invitado a sentarse.

Seguían hablando de cosas indiferentes y Ana esperaba con temor que don Fermín abordase el motivo de su extraordinaria visita.

El caso era que el motivo... no podía explicarse. Había sido un arranque de mal humor; una salida de tono que ya casi sentía, y cuya causa de ningún modo podía él explicar a aquella señora.

El Chato, el clérigo que servía de esbirro a doña Paula, tenía el vicio de ir al teatro disfrazado. Había cogido esta afición en sus tiempos de espionaje en el seminario; entonces el Rector le mandaba al paraíso para delatar a los seminaristas que allí viera; ahora el Chato iba por cuenta propia. Había estado en el teatro la noche anterior y había visto a la Regenta. Al día siguiente, por la mañana, lo supo doña Paula, y al comer, en un incidente de la conversación, tuvo habilidad para darle la noticia a su hijo.

–No creo que esa señora haya ido ayer al teatro.

–Pues yo lo sé por quien la ha visto.

El Magistral se sintió herido, le dolió el amor propio al verse en ridículo por culpa de su amiga. Era el caso que en Vetusta los beatos y todo el mundo devoto consideraban el teatro como recreo prohibido en toda la Cuaresma y algunos otros días del año; entre ellos el de Todos los Santos. Muchas señoras abonadas habían dejado su palco desierto la noche anterior, sin permitir la entrada en él a nadie para señalar así mejor su protesta. La de Páez no había ido, doña Petronila o sea El Gran Constantino, que no iba nunca, pero tenía abonadas a cuatro sobrinas, tampoco les había consentido asistir. -55-

«Y Ana, que pasaba por hija predilecta de confesión del Magistral, por devota en ejercicio, se había presentado en el teatro en noche prohibida, rompiendo por todo, haciendo alarde de no respetar piadosos escrúpulos, pues precisamente ella no frecuentaba semejante sitio... Y precisamente aquella noche...».

El Magistral había salido de su casa disgustado. «A él no le importaba que fuese o no al teatro por ahora, tiempo llegaría en que sería otra cosa; pero la gente murmuraría; don Custodio, el Arcediano, todos sus enemigos se burlarían, hablarían de la escasa fuerza que el Magistral ejercía sobre sus penitentes... Temía el ridículo. La culpa la tenía él que tardaba demasiado en ir apretando los tornillos de la devoción a doña Ana».

Llegó a la sacristía y encontró al Arcipreste, al ilustre Ripamilán, disputando como si se tratara de un asalto de esgrima, con aspavientos y manotadas al aire; su contendiente era el Arcediano, el señor Mourelo, que con más calma y sonriendo, sostenía que la Regenta o no era devota de buena ley, o no debía haber ido al teatro en noche de Todos los Santos.

Ripamilán gritaba:

–Señor mío, los deberes sociales están por encima de todo...

El Deán se escandalizó.

–¡Oh! ¡oh! –dijo– eso no, señor Arcipreste... los deberes religiosos... los religiosos... eso es...

Y tomó un polvo de rapé extraído con mal pulso de una caja de nácar. Así solía él terminar los períodos complicados.

–Los deberes sociales... son muy respetables en efecto –dijo el canónigo pariente del Ministro, a quien la proposición había parecido regalista, y por consiguiente -56- digna de aprobación por parte de un primo del Notario mayor del reino.

–Los deberes sociales –replicó Glocester tranquilo, con almíbar en las palabras, pausadas y subrayadas– los deberes sociales, con permiso de usted, son respetabilísimos, pero quiere Dios, consiente su infinita bondad que estén siempre en armonía con los deberes religiosos...

–¡Absurdo! –exclamó Ripamilán dando un salto.

–¡Absurdo! –dijo el Deán, cerrando de un bofetón la caja de nácar.

–¡Absurdo! –afirmó el canónigo regalista.

–Señores, los deberes no pueden contradecirse; el deber social, por ser tal deber, no puede oponerse al deber religioso... lo dice el respetable Taparelli...

–¿Tapa qué? –preguntó el Deán–. No me venga usted con autores alemanes... Este Mourelo siempre ha sido un hereje...

–Señores, estamos fuera de la cuestión –gritó Ripamilán– el caso es...

–No estamos tal –insistió Glocester, que no quería en presencia de don Fermín sostener su tesis de la escasa religiosidad de la Regenta.

Tuvo habilidad para llevar la disputa al terreno filosófico, y de allí al teológico, que fue como echarle agua al fuego. Aquellas venerables dignidades profesaban a la sagrada ciencia un respeto singular, que consistía en no querer hablar nunca de cosas altas.

A don Fermín le bastó lo que oyó al entrar en la sacristía para comprender que se había comentado lo del teatro. Su mal humor fue en aumento. «Lo sabía toda Vetusta, su influencia moral había perdido crédito... y la autora de todo aquello, tenía la crueldad de negarse a una cita». Él se la había dado para decirle que no -57- debía confesar por las mañanas, sino de tarde, porque así no se fijaba en ellos el público de las beatas con atención exclusiva... «Debe usted confesar entre todas, y además algunos días en que no se sabe que me siento; yo le avisaré a usted y entonces... podremos hablar más por largo». Todo esto había pensado decirle aquella tarde, y ella respondía que... «¡estaba con jaqueca!». –En casa de Páez también le hablaron del escándalo del teatro. «Habían ido varias damas que habían prometido no ir; y había ido Ana Ozores que nunca asistía».

El Magistral salió de casa de Páez bufando; la sonrisa burlona de Olvido, que se celaba ya, le había puesto furioso...

Y sin pensar lo que hacía, se había ido derecho a la plaza Nueva, se había metido en la Rinconada y había llamado a la puerta de la Regenta... Por eso estaba allí.

¿Quién iba a explicar semejante motivo de una visita?

Al ver que Ana había mentido, que estaba buena y había buscado un embuste para no acudir a su cita, el mal humor de D. Fermín rayó en ira y necesitó toda la fuerza de la costumbre para contenerse y seguir sonriente.

«¿Qué derechos tenía él sobre aquella mujer? Ninguno. ¿Cómo dominarla si quería sublevarse? No había modo. ¿Por el terror de la religión? Patarata. La religión para aquella señora nunca podría ser el terror. ¿Por la persuasión, por el interés, por el cariño? Él no podía jactarse de tenerla persuadida, interesada y menos enamorada de la manera espiritual a que aspiraba».

No había más remedio que la diplomacia. «Humíllate y ya te ensalzarás», era su máxima, que no tenía nada que ver con la promesa evangélica.

En vista de que los asuntos vulgares de conversación -58- llevaban trazas de sucederse hasta lo infinito, el Magistral, que no quería marcharse sin hacer algo, puso término a las palabras insignificantes con una pausa larga y una mirada profunda y triste a la bóveda estrellada. –Estaba sentado a la entrada del cenador.

Ya había comenzado la noche, pero no hacía frío allí, o por lo menos no lo sentían. Ana había contestado a Petra, al anunciar esta que había luz en el gabinete:

–Bien; allá vamos.

El Magistral había dicho que si doña Ana se sentía ya bien, no era malo estar al aire libre.

El silencio de don Fermín y su mirada a las estrellas indicaron a la dama que se iba a tratar de algo grave.

Así fue. El Magistral dijo:

–Todavía no he explicado a usted por qué pretendía yo que fuese a la catedral esta tarde. Quería decirle, y por eso he venido, además de que me interesaba saber cómo seguía, quería decirle que no creo conveniente que usted confiese por la mañana.

Ana preguntó el motivo con los ojos.

–Hay varias razones: don Víctor, que, según usted me ha dicho, no gusta de que usted frecuente la iglesia y menos de que madrugue para ello, se alarmará menos si usted va de tarde... y hasta puede no saberlo siquiera muchas veces. No hay en esto engaño. Si pregunta, se le dice la verdad, pero si calla... se calla. Como se trata de una cosa inocente, no hay engaño ni asomo de disimulo.

–Eso es verdad.

–Otra razón. Por la mañana yo confieso pocas veces, y esta excepción hecha ahora en favor de usted hace murmurar a mis enemigos, que son muchos y de infinitas clases. -59-

–¿Usted tiene enemigos?

–¡Oh, amiga mía! cuenta las estrellas si puedes –y señaló al cielo– el número de mis enemigos es infinito como las estrellas.

El Magistral sonrió como un mártir entre llamas.

Doña Ana sintió terribles remordimientos por haber engañado y olvidado a aquel santo varón, que era perseguido por sus virtudes y ni siquiera se quejaba. Aquella sonrisa, y la comparación de las estrellas le llegaron al alma a la Regenta. «¡Tenía enemigos!» pensó, y le entraron vehementes deseos de defenderle contra todos.

–Además –prosiguió don Fermín– hay señoras que se tienen por muy devotas, y caballeros, que se estiman muy religiosos, que se divierten en observar quién entra y quién sale en las capillas de la catedral; quién confiesa a menudo, quién se descuida, cuánto duran las confesiones... y también de esta murmuración se aprovechan los enemigos.

La Regenta se puso colorada sin saber a punto fijo por qué.

–De modo, amiga mía –continuó De Pas que no creía oportuno insistir en el último punto– de modo, que será mejor que usted acuda a la hora ordinaria, entre las demás. Y algunas veces, cuando usted tenga muchas cosas que decir, me avisa con tiempo y le señalo hora en un día de los que no me toca confesar. Esto no lo sabrá nadie, porque no han de ser tan miserables que nos sigan los pasos...

A la Regenta aquello de los días excepcionales le parecía más arriesgado que todo, pero no quiso oponerse al bendito don Fermín en nada.

–Señor, yo haré todo lo que usted diga, iré cuando -60- usted me indique; mi confianza absoluta está puesta en usted. A usted solo en el mundo he abierto mi corazón, usted sabe cuanto pienso y siento... de usted espero luz en la obscuridad que tantas veces me rodea...

Ana al llegar aquí notó que su lenguaje se hacía entonado, impropio de ella, y se detuvo; aquellas metáforas parecían mal, pero no sabía decir de otro modo sus afanes, a no hablar con una claridad excesiva.

El Magistral, que no pensaba en la retórica, sintió un consuelo oyendo a su amiga hablar así.

Se animó... y habló de lo que le mortificaba.

–Pues, hija mía, usando o tal vez abusando de ese poder discrecional (sonrisa e inclinación de cabeza) voy a permitirme reñir a usted un poco...

Nueva sonrisa y una mirada sostenida, de las pocas que se toleraba.

Ana tuvo un miedo pueril que la embelleció mucho, como pudo notar y notó De Pas.

–Ayer ha estado usted en el teatro.

La Regenta abrió los ojos mucho, como diciendo irreflexivamente: –¿Y eso qué?

–Ya sabe usted que yo, en general, soy enemigo de las preocupaciones que toman por religión muchos espíritus apocados... A usted no sólo le es lícito ir a los espectáculos, sino que le conviene; necesita usted distracciones; su señor marido pide como un santo; pero ayer... era día prohibido.

–Ya no me acordaba... Ni creía que... La verdad... no me pareció...

–Es natural, Anita, es naturalísimo. Pero no es eso. Ayer el teatro era espectáculo tan inocente, para usted, como el resto del año. El caso es que la Vetusta devota, que después de todo es la nuestra, la que exagerando -61- o no ciertas ideas, se acerca más a nuestro modo de ver las cosas... esa respetable parte del pueblo mira como un escándalo la infracción de ciertas costumbres piadosas...

Ana encogió los hombros. «No entendía aquello... ¡Escándalo! ¡Ella que en el teatro había llegado, de idea grande en idea grande, a sentir un entusiasmo artístico religioso que la había edificado!».

El Magistral, con una mirada sola, comprendió que su cliente («él era un médico del espíritu») se resistía a tomar la medicina; y pensó, recordando la alegoría de la cuesta: –«No quiere tanta pendiente, hagámosela parecida a lo llano».

–Hija mía, el mal no está en que usted haya perdido nada; su virtud de usted no peligra ni mucho menos con lo hecho... pero... (vuelta al tono festivo) ¿y mi orgullito de médico? Un enfermo que se me rebela... ¡ahí es nada! Se ha murmurado, se ha dicho que las hijas de confesión del Magistral no deben de temer su manga estrecha cuando asisten al Don Juan Tenorio, en vez de rezar por los difuntos.

–¿Se ha hablado de eso?

–¡Bah! En San Vicente, en casa de doña Petronila –que ha defendido a usted– y hasta en la catedral. El señor Mourelo dudaba de la piedad de doña Ana Ozores de Quintanar...

–¿De modo... que he sido imprudente... que he puesto a usted en ridículo?...

–¡Por Dios, hija mía! ¡dónde vamos a parar! ¡Esa imaginación, Anita, esa imaginación! ¿cuándo mandaremos en ella? ¡Ridículo! ¡Imprudente!... A mí no pueden ponerme en ridículo más actos que aquellos de que soy responsable, no entiendo el ridículo de otro modo... -62- usted no ha sido imprudente, ha sido inocente, no ha pensado en las lenguas ociosas. Todo ello es nada, y figúrese usted el caso que yo haré de hablillas insustanciales... Todo ha sido broma...; para llegar a un punto más importante, que atañe a lo que nos interesa, a la curación de su espíritu de usted... en lo que depende de la parte moral. Ya sabe que yo creo que un buen médico (no precisamente el señor Somoza, que es persona excelente y médico muy regular), podría ayudarme mucho.

Pausa. El Magistral deja de mirar a las estrellas, acerca un poco su mecedora a la Regenta y prosigue:

–Anita, aunque en el confesonario yo me atrevo a hablar a usted como un médico del alma, no sólo como sacerdote que ata y desata, por razones muy serias, que ya conoce usted; a pesar de que allí he llegado a conocer bastante aproximadamente a la realidad, lo que pasa por usted... sin embargo, creo... –le temblaba la voz; temía arriesgar demasiado– creo... que la eficacia de nuestras conferencias sería mayor, si algunas veces habláramos de nuestras cosas fuera de la Iglesia.

Anita, que estaba en la obscuridad, sintió fuego en las mejillas y por la primera vez, desde que le trataba, vio en el Magistral un hombre, un hombre hermoso, fuerte; que tenía fama entre ciertas gentes mal pensadas de enamorado y atrevido. En el silencio que siguió a las palabras del Provisor, se oyó la respiración agitada de su amiga.

D. Fermín continuó tranquilo:

–En la iglesia hay algo que impone reserva, que impide analizar muchos puntos muy interesantes; siempre tenemos prisa, y yo... no puedo prescindir de mi carácter de juez, sin faltar a mi deber en aquel sitio. Usted -63- misma no habla allí con la libertad y extensión que son precisas para entender todo lo que quiere decir. Allí, además, parece ocioso hablar de lo que no es pecado o por lo menos camino de él; hacer la cuenta de las buenas cualidades, por ejemplo, es casi profanación, no se trata allí de eso; y, sin embargo, para nuestro objeto, eso es también indispensable. Usted que ha leído, sabe perfectamente que muchos clérigos que han escrito acerca de las costumbres y carácter de la mujer de su tiempo, han recargado las sombras, han llenado sus cuadros de negro... porque hablaban de la mujer del confesonario, la que cuenta sus extravíos y prefiere exagerarlos a ocultarlos, la que calla, como es allí natural, sus virtudes, sus grandezas. Ejemplo de esto pueden ser, sin salir de España, el célebre Arcipreste de Hita, Tirso de Molina y otros muchos...

Ana escuchaba con la boca un poco abierta. Aquel señor hablando con la suavidad de un arroyo que corre entre flores y arena fina, la encantaba. Ya no pensaba en las torpes calumnias de los enemigos del Magistral; ya no se acordaba de que aquel era hombre, y se hubiera sentado sin miedo, sobre sus rodillas, como había oído decir que hacen las señoras con los caballeros en los tranvías de Nueva-York.

–Pues bien –prosiguió don Fermín– nosotros necesitamos toda la verdad; no la verdad fea sólo, sino también la hermosa. ¿Para qué hemos de curar lo sano? ¿Para qué cortar el miembro útil? Muchas cosas, de las que he notado que usted no se atreve a hablar en la capilla, estoy seguro de que me las expondría aquí, por ejemplo, sin inconveniente... y esas confidencias amistosas, familiares, son las que yo echo de menos. Además, usted necesita no sólo que la censuren, que la corrijan, -64- sino que la animen también, elogiando sincera y noblemente la mucha parte buena que hay en ciertas ideas y en los actos que usted cree completamente malos. Y en el confesonario no debe abusarse de ese análisis justo, pero en rigor, extraño al tribunal de la penitencia... Y basta de argumentos; usted me ha entendido desde el primero perfectamente. Pero allá va el último, ahora que me acuerdo. De ese modo, hablando de nuestro pleito fuera de la catedral, no es preciso que usted vaya a confesar muy a menudo, y nadie podrá decir si frecuenta o no frecuenta el sacramento demasiado; y además, podemos despachar más pronto la cuenta de los pecados y pecadillos, los días de confesión.

El Magistral estaba pasmado de su audacia. Aquel plan, que no tenía preparado, que era sólo una idea vaga que había desechado mil veces por temeraria, había sido un atrevimiento de la pasión, que podía haber asustado a la Regenta y hacerla sospechar de la intención de su confesor. Después de su audacia el Magistral temblaba, esperando las palabras de Ana.

Ingenua, entusiasmada con el proyecto, convencida por las razones expuestas, habló la Regenta a borbotones; como solía de tarde en tarde, y dio a los motivos expuestos por su amigo, nueva fuerza con el calor de sus poéticas ideas.

Oh, sí, aquello era mejor; sin perjuicio de continuar en el templo la buena tarea comenzada, para dar a Dios lo que era de Dios, Ana aceptaba aquella amistad piadosa que se ofrecía a oír sus confidencias, a dar consejos, a consolarla en la aridez de alma que la atormentaba a menudo.

El Magistral oía ahora recogido en un silencio contemplativo; apoyaba la cabeza, oculta en la sombra, en -65- una barra de hierro del armazón de la glorieta, en la que se enroscaban el jazmín y la madreselva; la locuacidad de Ana le sabía a gloria, las palabras expansivas, llenas de partículas del corazón de aquella mujer, exaltada al hablar de sus tristezas con la esperanza del consuelo, iban cayendo en el ánimo del Magistral como un riego de agua perfumada; la sequedad desaparecía, la tirantez se convertía en muelle flojedad. «¡Habla, habla así, se decía el clérigo, bendita sea tu boca!».

No se oía más que la voz dulce de Ana, y de tarde en tarde, el ruido de hojas que caían o que la brisa, apenas sensible aquella noche, removía sobre la arena de los senderos.

Ni el Magistral ni la Regenta se acordaban del tiempo.

–Sí, tiene usted cien veces razón –decía ella– yo necesito una palabra de amistad y de consejo muchos días que siento ese desabrimiento que me arranca todas las ideas buenas y sólo me deja la tristeza y la desesperación...

–Oh, no, eso no, Anita; ¡la desesperación! ¡qué palabra!

–Ayer tarde, no puede usted figurarse cómo estaba yo.

–Muy aburrida, ¿verdad? ¿Las campanas?...

El Magistral sonrió...

–No se ría usted: serán los nervios, como dice Quintanar, o lo que se quiera, pero yo estaba llena de un tedio horroroso, que debía ser un gran pecado... si yo lo pudiera remediar.

–No debe decirse así –interrumpió el Magistral, poniendo en la voz la mayor suavidad que pudo–. No sería un pecado ese tedio si se pudiera remediar, sería un -66- pecado si no se quisiera remediar; pero a Dios gracias se quiere y se puede curar... y de eso se trata, amiga mía.

Anita, a quien las confesiones emborrachaban, cuando sabía que entendía su confidente todo, o casi todo lo que ella quería dar a entender, se decidió a decir al Magistral lo demás, lo que había venido detrás del hastío de aquella tarde... No ocultó sino lo que ella tenía por causa puramente ocasional; no habló de don Álvaro ni del caballo blanco.

–Otras veces –decía– aquella sequedad se convierte en llanto, en ansia de sacrificio, en propósitos de abnegación... usted lo sabe; pero ayer, la exaltación tomó otro rumbo... yo no sé... no sé explicarlo bien... si lo digo como yo puedo hablar... al pie de la letra es pecado, es una rebelión, es horrible... pero tal como yo lo sentía no...

El Magistral oyó entonces lo que pasó por el alma de su amiga durante aquellas horas de revolución, que Ana reputaba ya célebres en la historia de su solitario espíritu. Aunque ella no explicaba con exactitud lo que había sentido y pensado, él lo entendía perfectamente.

Más trabajo le costó adivinar cómo podía haber llegado Ana a pensar en Dios, a sentir tierna y profunda piedad con motivo de don Juan Tenorio.

«Ana decía que acaso estaba loca, pero que aquello no era nuevo en ella; que muchas veces le había sucedido en medio de espectáculos que nada tenían de religiosos, sentir poco a poco el influjo de una piedad consoladora, lágrimas de amor de Dios, esperanza infinita, caridad sin límites y una fe que era una evidencia... Un día después de dar una peseta a un niño pobre para comprar un globo de goma, como otros que -67- acababan de repartirse otros niños, había tenido que esconder el rostro para que no la viesen llorar; aquel llanto que era al principio muy amargo, después, por gracia de las ideas que habían ido surgiendo en su cerebro, había sido más dulce, y Dios había sido en su alma una voz potente, una mano que acariciaba las asperezas de dentro... ¿Qué sabía ella? No podía explicarse». Y suplicaba al Magistral que la entendiese. «Pues la noche anterior había pasado algo por el estilo, al ver a la pobre novicia, a Sor Inés, caer en brazos de don Juan... ya veía el Magistral qué situación tan poco religiosa... pues bien, ella de una en otra, al sentir lástima de aquella inocente enamorada... había llegado a pensar en Dios, a amar a Dios, a sentir a Dios muy cerca... ni más ni menos que el día en que regaló a un niño pobre un globo de colores. ¿Qué era aquello? Demasiado sabía ella que no era piedad verdadera, que con semejantes arrebatos nada ganaba para con Dios... pero, ¿no serían tampoco más que nervios? ¿Serían indicios peligrosos de un espíritu aventurero, exaltado, torcido desde la infancia?».

«Había de todo». El Magistral, procurando vencer la exaltación que le había comunicado su amiga, quiso hablar con toda calma y prudencia. «Había de todo. Había un tesoro de sentimiento que se podía aprovechar para la virtud; pero había también un peligro. La noche anterior el peligro había sido grande (y esto lo decía sin saber palabra de la presencia de don Álvaro en el palco de Anita) y era necesario evitar la repetición de accesos por el estilo».

Había hablado la Regenta de ansiedades invencibles, del anhelo de volar más allá de las estrechas paredes de su caserón, de sentir más, con más fuerza, de vivir para -68- algo más que para vegetar como otras; había hablado también de un amor universal, que no era ridículo por más que se burlasen de él los que no lo comprendían... había llegado a decir que sería hipócrita si aseguraba que bastaba para colmar los anhelos que sentía el cariño suave, frío, prosaico, distraído de Quintanar, entregado a sus comedias, a sus colecciones, a su amigo Frígilis y a su escopeta...

–Todo aquello –añadió el Magistral después de presentarlo en resumen– de puro peligroso rayaba en pecado.

–Sí, dicho así, como yo lo he dicho, sí... pero como lo siento, no; ¡oh! estoy segura de que, tal como lo siento, nada de lo que he dicho es pecado... sentirlo; ¡peligro habrá, no lo niego, pero pecado no! ¡Por lo demás (cambio de voz) dicho... hasta es ridículo, suena a romanticismo necio, vulgar, ya lo sé... pero no es eso, no es eso!

–Es que yo no lo entiendo como usted lo dice, sino como usted lo siente, amiga mía, es necesario que usted me crea; lo entiendo como es... Pero así y todo, hay peligro que raya en pecado, por ser peligro... Déjeme usted hablar a mí, Anita, y verá como nos entendemos. El peligro que hay, decía, raya en pecado... pero añado, será pecado claramente si no se aplica toda esa energía de su alma ardentísima a un objeto digno de ella, digno de una mujer honrada, Ana. Si dejamos que vuelvan esos accesos sin tenerles preparada tarea de virtud, ejercicio sano... ellos tomarán el camino de atajo, el del vicio; créalo usted, Anita. Es muy santo, muy bueno que usted, con motivo de dar a un niño un globo de colores, llegue a pensar en Dios, a sentir eso que llama usted la presencia de Dios; si algo de panteísmo puede -69- haber en lo que usted dice, no es peligroso, por tratarse de usted, y yo me encargaría, en todo caso, de cortar ese mal de raíz; pero ahora no se trata de eso. No es santo, ni es bueno, amiga mía, que al ver a un libertino en la celda de una monja... o a la monja en casa del libertino y en sus brazos, usted se dedique a pensar en Dios, con ocasión del abrazo de aquellos sacrílegos amantes. Eso es malo, eso es despreciar los caminos naturales de la piedad, es despreciar con orgullo egoísta la sana moral, pretendiendo, por abismos y cieno y toda clase de podredumbre, llegar a donde los justos llegan por muy diferentes pasos. Dispénseme si hablo con esta severidad: en este momento es indispensable.

Hizo una pausa el Magistral para observar si Ana subía con dificultad aquella pendiente que le ponía en el camino.

Ana callaba, meditando las palabras del confesor, recogida, seria, abismada en sus reflexiones. Sin darse cuenta de ello, le agradaba aquella energía, complacíase en aquella oposición, estimaba más que halagos y elogios las frases fuertes, casi duras del Magistral.

El cual prosiguió, aflojando la cuerda:

–Es necesario, y urgente, muy urgente, aprovechar esas buenas tendencias, esa predisposición piadosa; que así la llamaré ahora, porque no es ocasión de explicar a usted los grados, caminos y descaminos de la gracia, materia delicadísima, peligrosa... Decía que hay que aprovechar esas tendencias a la piedad y a la contemplación, que son en usted muy antiguas, pues ya vienen de la infancia, en beneficio de la virtud... y por medio de cosas santas. Aquí tiene usted el porqué de muchas ocupaciones del cristiano, el por qué del culto externo, más visible y hasta aparatoso en la religión verdadera -70- que en las frías confesiones protestantes. Necesita usted objetos que le sugieran la idea santa de Dios, ocupaciones que le llenen el alma de energía piadosa, que satisfagan sus instintos, como usted dice, de amor universal... Pues todo eso, hija mía, se puede lograr, satisfacer y cumplir en la vida, aparentemente prosaica y hasta cursi, como la llamaría doña Obdulia, de una mujer piadosa, de una... beata, para emplear la palabra fea, escandalosa. Sí, amiga mía –el Magistral reía al decir esto– lo que usted necesita, para calmar esa sed de amor infinito... es ser beata. Y ahora soy yo el que exige que usted me comprenda, y no me tome la letra y deje el espíritu. Hay que ser beata, es decir, no hay que contentarse con llamarse religiosa, cristiana, y vivir como un pagano, creyendo esas vulgaridades de que lo esencial es el fondo, que las menudencias del culto y de la disciplina quedan para los espíritus pequeños y comineros; no, hija mía, no, lo esencial es todo; la forma es fondo: y parece natural que Dios diga a una mujer que pretende amarle: «Hija, pues para acordarte de mí no debes necesitar que a Zorrilla se le haya ocurrido pintar los amores de una monja y un libertino; ven a mi templo, y allí encontrarán los sentidos incentivo del alma para la oración, para la meditación y para esos actos de fe, esperanza y caridad que son todo mi culto en resumen...».

Anita, al oír este familiar lenguaje, casi jocoso, del Magistral, con motivo de cosas tan grandes y sublimes, sintió lágrimas y risas mezcladas, y lloró riendo como Andrómaca.

La noche corría a todo correr. La torre de la catedral, que espiaba a los interlocutores de la glorieta desde lejos, entre la niebla que empezaba a subir por -71- aquel lado, dejó oír tres campanadas como un aviso. Le parecía que ya habían hablado bastante. Pero ellos no oyeron la señal de la torre que vigilaba.

Petra fue la que dijo, para sí, desde la sombra del patio:

–¡Las ocho menos cuarto! Y no llevan traza de callarse...

La doncella ardía de curiosidad, aventuraba algunos pasos de puntillas hacia la glorieta, esquivando tropezar con las hojas secas para no hacer ruido; pero tenía miedo de ser vista y retrocedía hasta el patio, desde donde no podía oír más que un murmullo, no palabras. Sintió que Anselmo abría la puerta del zaguán y que el amo subía. Corrió Petra a su encuentro. Si le preguntaba por la señora, estaba dispuesta a mentir, a decir que había subido al segundo piso, a los desvanes, donde quiera, a tal o cual tarea doméstica; iba preparada a ocultar la visita del Magistral sin que nadie se lo hubiera mandado; pero creía llegado el caso de adelantarse a los deseos del ama y de su amigo don Fermín. «¿No le habían hecho llevar cartas sin necesidad de que lo supiera don Víctor? ¿Pues qué necesidad había de que supiera que llevaban más de una hora de palique en el cenador, y a obscuras?».

Quintanar no preguntó por su mujer; no era esto nuevo en él; solía olvidarla, sobre todo cuando tenía algo entre manos. Pidió luz para el despacho, se sentó a su mesa, y separando libros y papeles, dejó encima del pupitre un envoltorio que tenía debajo del brazo. Era una máquina de cargar cartuchos de fusil. Acababa de apostar con Frígilis que él hacía tantas docenas de cartuchos en una hora, y venía dispuesto a intentar la prueba. No pensaba en otra cosa. Llegó la -72- luz. Quintanar miró con ojos penetrantes de puro distraídos a Petra. La doncella se turbó.

–Oye.

–¿Señor?...

–Nada... Oye...

–¿Señor?...

–¿Anda ese reloj?

–Sí, señor, le ha dado usted cuerda ayer...

–¿De modo que son las ocho menos diez?

–Sí, señor...

Petra temblaba, pero seguía dispuesta a mentir si le preguntaba por el ama.

–Bien; vete.

Y don Víctor se puso a atacar con rapidez cartuchos y más cartuchos.

En tanto el Magistral había explicado latamente lo que quería dar a entender con lo de la vida beata.

«Era ya tiempo de que Ana procurase entrar en el camino de la perfección; los trabajos preparativos ya podían darse por hechos; si otras iban a la iglesia, a las cofradías y demás lugares ordinarios de la vida devota con un espíritu rutinario que hacía nulas respecto a la perfección moral aquellas prácticas piadosas; ella, Ana, podía sacar gran utilidad para la ocupación digna de su alma de aquellos mismos lugares y quehaceres. ¿Qué había sido Santa Teresa? Una monja, una fundadora de conventos; ¿cuántas monjas había habido que no habían pasado de ser mujeres vulgares? La vida de una monja puede caer en la rutina también, ser poco meritoria a los ojos de Dios, y nada útil para satisfacer las ansias de un alma ardiente. Y, sin embargo, a la Santa Doctora; ¿qué mundos tan grandes, qué Universo de soles no la había dado aquella vida del claustro? La -73- gran actividad va en nosotros mismos, si somos capaces de ella. Pero hay que buscar la ocasión en las ocupaciones de la vida buena. Era necesario que Anita frecuentase en adelante las fiestas del culto; que oyese más sermones, más misas, que asistiera a las novenas, que fuese de la sociedad de San Vicente, pero socia activa, que visitara a los enfermos y los vigilara, que entrase en el Catecismo; al principio tales ocupaciones podrían parecerla pesadas, insustanciales, prosaicas, desviadas del camino que conduce a la vida de la piedad acendrada, pero poco a poco iría tomando el gusto a tan humildes menesteres; iría penetrando los misteriosos encantos de la oración, del culto público, que si parece hasta frívolo pasatiempo en las almas tibias, en el vulgo de los fieles, que están en el templo nada más con los sentidos, es edificante espectáculo para quien siente devoción profunda».

–Verá usted –decía el Magistral– como llega un día en que no necesita a Zorrilla ni poeta nacido para llorar de ternura y elevarse, de una en otra, como usted dice, hasta la idea santa de Dios. ¡Tiene la Iglesia, amiga mía, tal sagacidad para buscar el camino de las entrañas! Verá usted, verá usted cómo reconoce la sabiduría de Nuestra Madre en muchos ritos, en muchas ceremonias y pompas del culto que ahora pueden antojársele indiferentes, insignificantes. ¡Nuestras fiestas! ¡Qué cosa más hermosa, querida hija mía! Llegará, por ejemplo, la Noche-buena y usted empleará su imaginación poderosa en representarse las escenas de pura poesía del Nacimiento de Jesús... Volverán a ser para usted las que ya parecían vulgaridades de villancicos, grandes poemas, manantial de ternura, y llorará pensando en el Niño Dios... Y usted me dirá entonces si -74- aquellas lágrimas son más dulces y frescas que las que anoche le arrancaba el bueno de don Juan Tenorio...

–A los sermones de cualquiera, no hay para qué ir –prosiguió De Pas– por más que a veces la palabra de un pobre cura de aldea encierra en su sencillez tosca tesoros de verdad, enseñanzas lacónicas admirables, rasgos de filosofía profunda y sincera, parábolas nuevas dignas de la Biblia; pero como esto es pocas veces, conviene acudir a los sermones de oradores acreditados. Oiga usted al señor Obispo en los días que él quiere lucirse... Oiga usted... a otros buenos predicadores que hay... Y si no fuera vanidad intolerable, añadiría óigame usted a mí algunos días de los que Dios quiere que no me explique mal del todo. Sí, porque así como hay cosas que no pueden decirse desde el púlpito, que exigen el confesonario o la conferencia familiar, hay otras que piden la cátedra, que sería ridículo decirlas de silla a silla... por ejemplo, algo de lo que yo tengo que advertir a usted respecto de esas vagas y aparentes visiones de Dios en idea... tocadas, hija mía, de panteísmo, sin que usted se dé cuenta de ello.

Más habló el Magistral para exponer el plan de vida devota a que había de entregarse en cuerpo y alma su amiga desde el día siguiente, y terminó tratando con detenimiento especial la cuestión de las lecturas.

Recomendó particularmente la vida de algunos santos y las obras de Santa Teresa y algunos místicos.

«Basta con leer la vida de la Santa Doctora y la de María de Chantal, Santa Juana Francisca, por supuesto, sabiendo leer entre líneas, para perfeccionarse, no al principio, sino más adelante. Al principio es un gran peligro el desaliento que produce la comparación entre la propia vida y la de los santos. ¡Ay de usted si desmaya -75- porque ve que para Teresa son pecados muchos actos que usted creía dignos de elogio! Pasará usted la vergüenza de ver que era vanidad muy grande creerse buena mucho antes de serlo, tomar por voces de Dios voces que la Santa llama del diablo... pero en estos pasajes no hay que detenerse... No hay que comparar... hay que seguir leyendo... y cuando se haya vivido algún tiempo dentro de la disciplina sana... vuelta a leer, y cada vez el libro sabrá mejor, y dará más frutos.

»Si nos proponemos llegar a ser una Santa Teresa, ¡adiós todo! se ve la infinita distancia y no emprendemos el camino. A dónde se ha de llegar, eso Dios lo dirá después; ahora andar, andar hacia adelante es lo que importa.

»Y a todo esto ¿hemos de vestir de estameña, y mostrar el rostro compungido, inclinado al suelo, y hemos de dar tormento al marido con la inquisición en casa, y con el huir los paseos, y negarse al trato del mundo? Dios nos libre, Anita, Dios nos libre... La paz del hogar no es cosa de juego... ¿Y la salud? la salud del cuerpo, ¿dónde la dejamos? ¿Pues no se trataba de ponernos en cura? ¿No estábamos ahora hablando del espíritu y su remedio? Pues el cuerpo quiere aire libre, distracciones honestas, y todo eso ha de continuar en el grado que se necesite y que indicarán las circunstancias.

Una ráfaga de aire frío hizo temblar a la Regenta y arremolinó hojas secas a la entrada del cenador. El Magistral se puso en pie, como si le hubieran pinchado, y dijo con voz de susto:

–¡Caramba! debe de ser muy tarde. Nos hemos entretenido aquí charlando... charlando...

«No le haría gracia que don Víctor los encontrase a tales horas en el parque, dentro del cenador solos y a -76- la luz de las estrellas...». Pero esto que pensó se guardó de decirlo. Salió de la glorieta hablando en voz alta, pero no muy alta, aparentando no temer al ruido, pero temiéndolo.

Ana salió tras él, ensimismada, sin acordarse de que había en el mundo maridos, ni días, ni noches, ni horas, ni sitios inconvenientes para hablar a solas con un hombre joven, guapo, robusto, aunque sea clérigo.

El Magistral, como equivocando el camino, se dirigió hacia la puerta del patio, aunque parecía lo natural subir por la escalera de la galería y pasar por las habitaciones de Quintanar.

En el patio estaba Petra, como un centinela, en el mismo sitio en que había recibido al Provisor.

–¿Ha venido el señor? –preguntó la Regenta.

–Sí, señora –respondió en voz baja la doncella–; está en su despacho.

–¿Quiere usted verle? –dijo Ana volviéndose al Magistral.

Don Fermín contestó:

–Con mucho gusto...

–¡Disimulan, disimulan conmigo!–, pensó Petra con rabia.

–Con mucho gusto... si no fuera tan tarde... debía estar a las ocho en palacio... y van a dar las ocho y media... no puedo detenerme... salúdele usted de mi parte.

–Como usted quiera.

–Además, estará abismado en sus trabajos... no quiero distraerle... saldré por aquí... Buenas noches, señora, muy buenas noches.

–Disimulan– volvió a pensar Petra, mientras abría la puerta que conducía al zaguán. -77-

Entonces, el Magistral se acercó a la Regenta y deprisa y en voz baja dijo:

–Se me había olvidado advertirle que... el lugar más a propósito para... verse... es en casa de doña Petronila. Ya hablaremos.

–Bien –contestó la Regenta.

–Lo he pensado, es el mejor.

–Sí, sí, tiene usted razón.

Subió Ana por la escalera principal y salió al portal don Fermín. En la puerta se detuvo, miró a Petra mientras se embozaba, y la vio con los ojos fijos en el suelo, con una llave grande en la mano, esperando a que pasara él para cerrar. Parecía la estatua del sigilo. De Pas la acarició con una palmadita familiar en el hombro y dijo sonriendo:

–Ya hace fresco, muchacha.

Petra le miró cara a cara y sonrió con la mayor gracia que supo y sin perder su actitud humilde.

–¿Estás contenta con los señores?

–Doña Ana es un ángel.

–Ya lo creo. Adiós, hija mía, adiós; sube, sube, que aquí hay corrientes... y estás muy coloradilla... debes de tener calor...

–Salga usted, salga usted, y por mí no tema.

–Cierra ya, hija mía, puedes cerrar.

–No señor, si cierro no verá usted bien hasta llegar a la esquina...

–Muchas gracias... adiós, adiós.

–Buenas noches, D. Fermín.

Esto lo dijo Petra muy bajo, sacando la cabeza fuera del portal, y cerró con gran cuidado de no hacer cualquier ruido.

«¡D. Fermín!» pensó el Magistral. «¿Por qué me llama -78- esta D. Fermín? ¿Qué se habrá figurado? Mejor, mejor... Sí, mejor. Conviene tenerla propicia como a la otra».

La otra era Teresina, su criada.

Petra subió y se presentó en el tocador de doña Ana sin ser llamada.

–¿Qué quieres? –preguntó el ama, que se estaba embozando en su chal porque sentía mucho frío.

–El señor no me ha preguntado por la señora. Yo no le he dicho... que estaba aquí D. Fermín.

–¿Quién?

–Don Fermín.

–¡Ah! Bien, bien... ¿para qué? ¿qué importa?

Petra se mordió los labios y dio media vuelta murmurando:

–¡Orgullosa! ¿si creerá que no tenemos ojos?... Pues si a una no le diera la gana... pero yo lo hago por el otro...

Sí, Petra lo hacía por el otro, por el Magistral, a quien quería agradar a toda costa. Tenía sus planes la rubia lúbrica.

Don Víctor Quintanar se presentó media hora después a su mujer con manchas de pólvora en la frente y en las mejillas.

No supo nada de la visita nocturna del Magistral. «No preguntó nada: ¿para qué decírselo?».

A la mañana siguiente, antes de salir el sol, Frígilis entró en el Parque de Ozores por la puerta de atrás, con la llave que él tenía para su uso particular. El amigo íntimo de Quintanar, era el dictador en aquel pueblo de árboles y arbustos. Los días que no iban de caza, el señor Crespo se los pasaba recorriendo sus dominios, que así llamaba al parque de Quintanar; podaba, injertaba, plantaba o trasplantaba, según las estaciones y otras circunstancias. Estaba prohibido a todo el mundo, -79- incluso al dueño del bosque, tocar en una hoja. Allí mandaba Frígilis y nadie más. En cuanto entró, se dirigió al cenador. Recordaba haber dejado encima de la mesa de mármol o de un banco, en fin, allí dentro, unas semillas preparadas para mandar a cierta exposición de floricultura. Buscó, y sobre una mecedora encontró un guante de seda morada entre las semillas esparcidas y mezcladas sobre la paja y por el suelo.

Soltó un taco madrugador y cogió el guante con dos dedos, levantándolo hasta los ojos.

–¿Quién diablos ha andado aquí? –preguntó a las auras matutinas.

Guardó el guante en un bolsillo, recogió las semillas que no había llevado el viento, y con gran cuidado volvió a escoger y separar los granos. Se trataba de una singularísima especie de pensamientos monocromos, invención suya.

Cuando sintió ruido en la casa, llamó a gritos.

–¡Anselmo, Petra, Servanda, Petra!...

Apareció Petra con el cabello suelto, en chambra, y mal tapada con un mantón viejo del ama. Parecía la aurora de las doradas guedejas; pero Frígilis, mal humorado, se encaró con la aurora.

–Oye, tú, buena pécora, ¿qué demonio de obispo entra aquí por la noche a destrozarme las semillas?...

–¿Qué dice usted que no le entiendo? –contestó Petra desde el patio.

–Digo que ayer me retiré yo de la huerta cerca del obscurecer, que dejé allá dentro unas semillas envueltas en un papel... y ahora me encuentro la simiente revuelta con la tierra en el suelo, y sobre una butaca este guante de canónigo... ¿Quién ha estado aquí de noche?

–¡De noche! Usted sueña, D. Tomás. -80-

–¡Ira de Dios! De noche digo...

–A ver el guante...

–Toma –contestó Frígilis, arrojando desde lejos la prenda...

–Pues... ¡está bueno! ja, ja, ja... buen canónigo te dé Dios... Lo que entiende usted de modas, don Tomás... ¿Pues no dice que es un guante de canónigo?...

–¿Pues de quién es?

–De mi señora... No ve usted la mano... qué chiquita... a no ser que haya canónigas también.

–¿Y se usan ahora guantes morados?

–Pues claro... con vestidos de cierto color...

Frígilis encogió los hombros.

–Pero mis semillas, mis semillas ¿quién me las ha echado a rodar?

–El gato, ¿qué duda tiene? el gatito pequeño, el moreno, el mismo que habrá llevado el guante a la glorieta... ¡es lo más urraca!...

En la pajarera de Quintanar cantó un jilguero.

–¡El gato! ¡El moreno!... –dijo Frígilis, moviendo la cabeza– qué gato... ni qué...

Una sonrisa seráfica iluminó su rostro de repente, y volviéndose a Petra, señaló a la galería:

–¡Es mi macho! ¡es mi macho! ¿oyes? estoy seguro... ¡es mi macho!... y tu amo que decía... que su canario... que iba a cantar primero... oyes... ¿oyes? es mi macho, se lo he prestado quince días para que lo viese vencer... ¡es mi macho!

Frígilis olvidó el guante y el gato, y quedó arrobado oyendo el repiqueteo estridente, fresco, alegre del jilguero de sus amores.

Petra escondió en el seno de nieve apretada el guante morado del Magistral.