BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Gustavo Adolfo Bécquer

1836 - 1870

 

Artículos

 

______________________________________________________________

 

 

 

Crítica literaria

_____

 

La Época, 23 de agosto, 1859

 

Hace bastantes años que tuvo lugar el suceso que vamos a referir; pero el arte agradecido señaló aquel día con una piedra blanca, y la crítica recordará eternamente en él uno de sus más gloriosos triunfos.

La emigración del mundo elegante de París había dejado lugar a la bulliciosa oleada de viajeros que durante el verano se extiende sobre esta metrópoli del gusto, las costumbres y la literatura de nuestro siglo, y bulle y se agita en todas direcciones inundando sus boulevares, sus fondas, sus monumentos y sus teatros.

En esta época la capital de Francia sufre una completa revolución. La atmósfera de vida, de inteligencia y entusiasmo que la envuelve durante el invierno, se hiela y paraliza con la llegada de los curiosos, como una conversación importante que se interrumpe en la presencia de un extraño. Los círculos aristocráticos se disuelven; el movimiento artístico se interrumpe; la política cae en la postración y, falta de las notabilidades en todo género que constituyen su existencia, la gran ciudad parece el gigante palacio de un rey que el locuaz cicerone enseña a los viajeros en la ausencia de sus señores.

Esta era la fisonomía de París cuando comenzó a desarrollarse la acción de la presente historia.

Una noche corta y sin un soplo de brisa acababa de suceder al prolongado crepúsculo de un día sofocante y eterno, cuando un crítico, famoso hoy en toda Europa, y ya entonces ventajosamente conocido en el mundo literario merced a sus brillantes y juiciosos artículos sobre esta delicada materia, después de recorrer algunas calles sin dirección fija, penetró en uno de los teatros a cuyo pórtico le había traído insensiblemente la antigua costumbre. Los artistas que en la última temporada cómica habían actuado en aquel coliseo se hallaban fuera de París, y una compañía de segundo orden, formada expresamente para dar algunas representaciones durante el verano, recorría las obras del antiguo repertorio o estrenaba alguna que otra producción de un poeta novel, al que sólo aprovechando esta coyuntura le era posible arribar a la escena.

La función, como suele decirse, se ejecutaba en familia: unos cuantos extranjeros diseminados acá y allá entre las numerosas filas de butacas; hasta unas tres docenas de honrados menestrales distribuidos en grupos en las desiertas galerías, y varias personas de la casa, colocadas como medida de ornamentación y visualidad en algunos palcos, componían el público.

El nuevo espectador, después de pasear una mirada distraída de la escena a las localidades y de las localidades a la escena, acomodóse en un asiento retirado, y volviendo a atar el hilo de sus interrumpidas meditaciones, permaneció algunos instantes distraído y sin atender a lo que se representaba.

El eco de una voz cuyo timbre particular le pareció reconocer vagamente, vino a arrancarle de sus pensamientos. Un nuevo personaje del drama acababa de entrar en la escena: interpretábalo una joven desconocida para él; pero en la pureza de aquellos sonidos que recorrían sin esfuerzo la infinita escala de la pasión y el sentimiento; en el eco, metálico y vibrante unas veces, velado y sordo otras, de aquel órgano poderoso y flexible, había una fascinación, un encanto tan inexplicable que no pudo por menos de incorporarse en su asiento merced a un impulso maquinal, fijar los ojos en la escena y prestar oído. Su interés fue haciéndose gradualmente mayor a medida que la fábula dramática se desarrollaba. Efectivamente, en la movible fisonomía de aquella mujer, en la intensidad de su mirada, en el armonioso y extraño eco de su voz, en sus movimientos, en su paso, en su aire, en toda ella descubría el análisis del observador algo que la elevaba por cima de la esfera en que se revuelven y agitan, confundiéndose entre sí, las inquietas olas del inmenso océano de las vulgaridades. Hasta su manera de decir, ya cortada, brusca e incisiva, ya noble, sentida y fácil, su acción sin mesura matemática, su estilo sin énfasis, conocíase que era inspirado, propio, exclusivo de su talento; forma natural con que se revestían sus ideas para revelarse. No era aquélla la pauta de ninguna escuela, la imitación de ningún género, la parodia de ningún actor célebre, vicio tan común en la mayor parte de los que comienzan sus estudios en este arte difícil.

Terminada una de las escenas en que la desconocida actriz tomó parte, su nuevo admirador, completamente olvidado de cuanto le rodeaba, manifestó su entusiasmo con un aplauso estrepitoso. El ruido de sus palmadas se apagó temblando en las desiertas galerías sin despertar un eco; algunos espectadores, después de tornar la cabeza, buscando con los ojos al extravagante entusiasta que de aquel modo inesperado interrumpía el glacial silencio de la representación, se miraron entre sí, y una maliciosa sonrisa fue la única acogida que obtuvo el grito de ¡tierra! de aquel Colón de la inteligencia, que acababa de descubrir para el arte un nuevo mundo.

En el primer entreacto, el inteligente crítico penetró en la escena, se hizo presentar a la joven actriz que tan honda impresión le causara, y supo de sus labios la triste historia de sus primeros pasos en la carrera que había emprendido, la lucha que sostenía con la helada indiferencia, las ardientes lágrimas de amargura y decepción que nublaban sus ojos en la soledad y el silencio.

La historia era breve para referida; inmensa y tristísima para meditada.

Nacida en la miseria y sin más recursos para el presente ni más esperanza para el porvenir que los que le suministrase su talento, había emprendido el estudio del arte dramático, tanto por necesidad como por vocación. En balde personas de reconocida inteligencia, después de escucharla, quisieron disuadirla de su propósito, asegurándole con una desgarradora franqueza que se encontraba muy distante de poseer las dotes más indispensables para elevarse al puesto, no de una eminente, sino de una mediana artista. En balde el público había confirmado con su absoluta indiferencia en más de una ocasión el terrible fallo de estas mismas personas Hasta entonces una voz secreta que se levantaba del fondo de su conciencia le había gritado «adelante», y aunque desgarrándose los pies con los agudos zarzales de la senda, había proseguido sin vacilar su marcha; hasta entonces, como en una visión sobrenatural, lejos, muy lejos y a través de las oscuras nieblas que la rodeaban, creía haber distinguido un ardiente foco de luz al que se sentía impulsada como hacia su centro por una misteriosa e incontrastable fuerza de atracción; pero ya comenzaba a desfallecer. Ultimamente había prestado oído al movimiento de su corazón en el silencio de la noche, y la voz se apagaba en él como el aliento de un moribundo; había fijado su dilatada pupila en ese caos del porvenir que flota en la mente, y el brillante meteoro de gloria se oscurecía como una lámpara que expira temblando en el fondo de un sepulcro.

Todos los genios que tienen que abrirse paso a través del vulgo, todas las cabezas privilegiadas a quienes les es necesario conquistar palmo a palmo el terreno que la prevención o la ignorancia defienden contra sus esfuerzos generosos, que en ese combate sordo y horrible de todos los días, de todas las horas, de todos los momentos, compran a precio de una tortura o de una lágrima cada hoja del laurel con que un día han de ceñir su frente, experimentan cuando los fatiga el cansancio de la lucha esas amargas y dolorosas reacciones. Instantes rápidos, pero crueles, en que suceden la postración al ánimo y el desaliento a la esperanza; en que su fe se debilita, en que dudan de sí mismo, y creyéndose el juguete de una alucinación ridícula o de un loco orgullo, vuelven los ojos al cielo y preguntan a Dios: ¿por qué me has engañado?

Existen, es verdad, espíritus superiores que, fuertes con la conciencia de su valía, vuelven una y cien veces al combate hasta que, venciendo cuantos obstáculos se amontonan sobre su camino, se revelan al fin en toda la majestad de su genio. Mártires de la inteligencia, pueden recoger en este mundo la corona que se les debe, porque sobreviven al suplicio; pero, ¿cuántos otros no expiran en él? ¿Cuántos otros, faltos de una diestra salvadora tendida a tiempo entre las sombras que los envuelven, no doblan la frente bajo el peso de la fatalidad, y plegando las alas con que inútilmente quisieron remontarse, caen y se confunden en la corriente de la vida y van a perderse con ella a una tumba sin nombre?

Presa ya del vértigo de la duda, acaso aquella mujer se hubiera despeñado en la profunda sima del olvido; pero un hombre superior, un verdadero intérprete de la crítica analizadora y elevada la acababa de encontrar en su misma senda, y al pasar había descifrado el misterioso jeroglífico que Dios graba sobre la frente de sus predilectos.

La revelación había sido hecha a la mente del escritor; a éste tocaba a su vez completarla a los ojos del mundo.

Así sucedió en efecto: al otro día llamaba la atención en todo París un magnífico artículo de crítica teatral publicado en uno de sus periódicos más populares. Brillante improvisación hecha en un delirio de entusiasmo, la vehemencia de su estilo, el fuego de sus frases, el armonioso desorden de sus ideas, henchidas de inspiración y poesía, pusieron a primera vista en relieve el legítimo origen de sus aseveraciones y el sólido cimiento de verdad y justicia sobre que éstas se apoyaban.

La crítica había cumplido dignamente su misión, revelando al arte el inmenso tesoro de pasión, de energía y sentimiento que abrigaba el corazón de aquella mujer olvidada, cuya existencia de allí en adelante fue una carrera de continuados triunfos y que al morir pudo exclamar con un príncipe célebre: «Mi vida ha sido un sueño, corto, pero dorado».

La última palabra de esta historia hace poco que se ha dicho: Julio Janin la pronunció al colocar en nombre de la Francia y del arte los laureles de Talma sobre la tumba de la Rachel.

Al frente del primero de nuestros artículos, y a manera de prólogo de la sencilla exposición de nuestras ideas particulares acerca de la verdadera misión del crítico, con que pensamos comenzar nuestra difícil tarea literaria, hemos colocado la ligera narración de este suceso, porque semejante a las parábolas de la escritura encierra en su discurso más enseñanza que nosotros pudiéramos resumir en un libro entero.

Su recuerdo es la fuente en que hemos bebido la fe y la re solución para lanzarnos en el espinoso sendero de la crítica. En su meditación hemos comprendido que también hay recompensas para el que cultiva ese ingrato terreno en el que se siembran verdades y se recogen odios, pues el que labró un pedestal digno de tan gran figura, después que la hubo colocado sobre él, por cima de la cabeza de la atónita muchedumbre, pudo con razón llevar la copa de la vanidad a sus labios y por un momento embriagarse de orgullo.

Entusiastas de ese rasgo grandioso, nuestra profesión de fe la hemos sintetizado en una sola frase.

Nosotros no vacilaremos un instante en cambiar la gloria de haber derrocado un coloso de deslumbradora ignorancia por la justa satisfacción de haber hecho brillar al sol de la justicia un átomo de genio oscurecido.

Por desgracia en nuestro país, salvo algunas honrosas excepciones, no se ha comprendido de esta manera la misión de la crítica. En contraposición, acaso en esto sólo, con nuestros vecinos de allende los Pirineos, que corren en masa a prestar sus hombros para levantar sobre ellos a sus celebridades y enseñarles a la Europa entera, que valiéndose ya del cincel, ya de la pluma o la palabra crean una atmósfera de admiración y prestigio en derredor de sus hombres, los cuales, agitándose en ella y aspirando los átomos de entusiasmo que laten en torno suyo, sienten su genio cobrar alientos, desarrollarse y tomar proporciones gigantescas, nuestros críticos, no diremos nosotros que impulsados por un mezquino sentimiento de baja envidia, pero sí arrastrados por un espíritu de irritabilidad y mal entendido orgullo, hacen consistir su gloria en derribar cuanto tiende a elevarse, creyendo poner de manifiesto toda la extensión de sus hercúleas fuerzas al reducir a polvo lo que tocan sus manos.

Y sin embargo, no existe nada más falso en su fondo que esta idea paradójica y vulgar.

¿Quién no concibe a Dios más grande y poderoso sacando mil mundos de la nada, que destruyéndolos después de haberles dado vida?

Pero no es esta severidad rigurosa, no es este catonismo exagerado, llevado al extremo y sólo sustituido a veces por esos elogios de plantilla, fórmulas oficiales de los compromisos y las exigencias de la amistad o el temor, los que anatematiza nuestra conciencia literaria, contra los que se subleva nuestra dignidad de escritores públicos, no. La forma ofensiva con que éstos se revisten, los bufonescos atavíos con que se engalanan, las desleales armas con que se defienden, emponzoñadas con el veneno del ridículo y el sarcasmo: he aquí lo que una y cien veces reprocharemos con la justa indignación de las almas elevadas y dignas; he aquí contra lo que enarbolaremos nuestra bandera, predicando a su sombra una nueva cruzada extirpadora y formidable.

No hace mucho que el esprit francés, ese alegre y travieso hijo del bullicioso champagne, nacido de entre la chispeante e inquieta espuma de las copas del festín, atravesó el Pirineo. La festiva y juguetona musa de Cervantes salió a su camino y le tendió la mano; aunque diferentes en la materialidad de la forma, sus esencias eran una misma, la esencia del talento, el ingenio y el buen humor. Salud, dijo la musa española, salud al esprit francés que viene a añadir una nueva forma a las que ya poseemos para vestir la idea; salud al relámpago del ingenio que salta, deslumbra y chispea en la conversación; que imprime al libro ese carácter ligero, vago y gracioso, ese estilo brillante, cortado y breve, en que el pensamiento del autor se retrata con toda la misteriosa poesía, con toda la fascinadora volubilidad con que las ideas se levantan, cruzan y se reflejan en su mente.

Nosotros, cosmopolitas en literatura, le damos también la bienvenida a par de la musa castellana, y con ella, la carta de naturaleza que nos encontramos dispuestos a extender a favor de todo lo bueno, venga de donde viniere. Sí, nuestra grave y majestuosa locución patria le abandona sin resentimiento todos los terrenos a que ella no puede descender sin desdoro de su grandeza.

Pero así como lo sublime se encuentra a un paso del ridículo, la imitación de la parodia, el chiste de la bufonada, y la sonrisa de la mueca se hallan a una línea. Al querer la multitud apoderarse de esa forma aérea y gentil que algunos de nuestros escritores han empleado con singular acierto, he aquí el por qué no han hecho más que ajar su ligera túnica de gasa, dislocando unos tras otros sus miembros delicados y flexibles.

La mano grosera que intenta detener a una mariposa sólo consigue quedarse con el polvo de oro de sus alas entre los dedos. De este modo, primero en la conversación, luego en cierta clase de publicaciones y más tarde en casi todos los géneros literarios, el chiste y el ingenio se trocaron en calambourgs groseros y en retruécanos vulgares; la brevedad y la ligereza, en períodos de tres palabras, en rengloncitos cortos con un diluvio de apartes y puntos, sin conexión ni enlace en la idea; la brillantez y la poesía, en un castillo de fuegos artificiales que deslumbra la vista, pero del cual sólo queda después del último estampido un endeble esqueleto de cañas ahumadas y negruzcas.

¿Y es éste el lenguaje que cada día se nos ofrece con mayor descaro como el más conforme con el genio y las tendencias de la crítica digna, razonada y filosófica? ¿Es éste el estilo en que ha de emitir sus ideas el escritor que con la balanza de la razón en la mano va a pesar, después de un maduro análisis, el talento de otros escritores? No; los que así la rebajan no conocen ni la importancia de su misión en la sociedad, ni el poderoso influjo de su opinión en la literatura de las naciones.

Paladín del buen gusto, emblema de la verdad y la justicia, símbolo popular de la filosofía, venerable código de axiomas literarios que la observación y la experiencia de los siglos que han dejado de existir nos legaron por herencia al desaparecer, la crítica, una, inmutable, inflexible, como la razón de donde dimana, debe expresarse con un lenguaje severo y digno del sacerdocio que ejerce.

Nosotros así lo hemos comprendido; y al bajar hoy por primera vez al palenque de la prensa para combatir a la sombra de su pendón, sólo con armas de buena ley lo haremos. Acaso nuestra insuficiencia, pues nunca se sabe lo bastante para entrar completamente seguro en un terreno tan resbaladizo, nos hará deslizar sobre algún error; pero abrigamos la firme idea de que nuestras palabras a nadie herirían personalmente. Respetamos mucho el sufrimiento de las santas horas de trabajo y vigilia del escritor, respetamos mucho la ansiedad, la esperanza y la buena fe con que el artista vierte su inspiración ante el severo tribunal del público y aguarda su fallo, el disculpable cariño con que, siquiera éstos sean defectuosos, mira y halaga los hijos de su mente, para arrojarle por toda lección un sarcasmo, por todo consuelo una carcajada.

Estamos en la convicción de que el crítico, al dirigirse a una obra determinada, se dirige por el más público, por el más temible de los medios, por el medio de la prensa, a una personalidad, razón por la cual sus palabras deben ser comedidas y corteses, razón por la que, así como reprobamos en el teatro los silbidos y las demostraciones indecorosas, reprobamos en el folletín la irrisión y la burla.

Un chiste podrá hacer reír, acaso llorar, pero nunca dejarnos convencidos. Sólo una cualidad de la inteligencia goza de ese alto privilegio: la razón.