BIBLIOTHECA AUGUSTANA

 

Gustavo Adolfo Bécquer

1836 - 1870

 

Artículos

 

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El maestro Herold

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La Época, 14 de septiembre, 1859

 

Esto sucedió en París y en el año de 1830.

El último rayo de sol, replegándose de altura en altura y enrojeciendo las dentelladas crestas de los edificios de la gran ciudad, acababa de perderse tremolando su enseña de fuego sobre las torres de Nuestra Señora, cuando la tenue luz del crepúsculo, penetrando a través de los vidrios y las blancas colgaduras de sus balcones, bañó en una claridad azulada y triste el gabinete de estudio de un artista.

Éste repasaba en aquel momento la delicada y ligera sinfonía de una de sus obras. L'ilusion: he aquí el título de la partitura puesta sobre el atril del piano.

A medida que la luz de la tarde se perdía gradualmente, tal vez por un capricho del músico que modificaba en aquel instante su inspiración, las notas del instrumento se fueron haciendo más vagas, más débiles, casi imperceptibles: ya no se oía más que un rumor, tan confuso como ese último eco de una música militar que aún creemos percibir en los suspiros de la brisa después que se ha desvanecido, borrada por la distancia, cuando de repente su mano se detuvo, y cayendo con la pesadez del abandono sobre las teclas, éstas exhalaron un quejido sordo y lastimero. La luz acababa de desaparecer. Sin embargo, la dilatada pupila del músico permanecía fija en la partitura de su obra. Entre los pliegues de la oscuridad sus miradas buscaban el título de ella: La ilusión. Poco a poco las letras de esta palabra comenzaron a destacarse y a brillar entre las sombras, como esas manchas de colores guarnecidas de fuego que flotan en el vacío delante de los ojos después que se cierran deslumbrados por el sol. La palabra hirió al sentimiento; a su conmoción se levantó una idea, y aquella idea, despertando a sus hermanas que dormían en el fondo de la memoria, comenzó a desarrollarse y a tomar formas perceptibles a la mente. Las muertas ilusiones de su juventud comenzaron entonces a incorporarse y a cruzar por su imaginación, semejantes a esas legiones de fantasmas que, rompiendo el mármol de sus tumbas y envueltas en sus blancos sudarios, hienden silenciosas las tinieblas de la noche evocadas por un conjuro.

¿Quién podría reproducir con las palabras, impotentes para expresar ciertas ideas, las rápidas evoluciones de la imaginación que, franqueando el abismo que las divide, salta de uno en otro pensamiento, y atando los recuerdos más incoherentes con un hilo de luz sólo a ella visible, desarrolla esos gigantes panoramas del pasado, poemas de extraña forma en que se sintetiza la vida?

Para que nuestros lectores puedan formarse una idea, aunque pálida, de su ardiente visión, les diremos el nombre de aquel músico y apuntaremos de pasada algunas fechas, las principales de su historia.

Se llamaba Herold, y había nacido en París el año de 1791. La ola de la Revolución francesa, que arrulló el primer sueño de tantos otros genios, meció su cuna al nacer. Huérfano desde muy joven, se dedicó al estudio de la música. Sus primeros pasos en la carrera del arte fueron rápidos. Adivinaba en lugar de aprender.

En 1812 marchó pensionado a Italia. Roma imprimió en su alma el sello de grandeza de sus ruinas.

En Nápoles bajó por primera vez al palenque escénico. La Gioventú di Eurico Quinto, ópera suya, ejecutada en 1814 en el teatro lírico de esta ciudad, obtuvo un éxito tan lisonjero como inesperado. Cuando el público italiano miraba con marcada prevención todo lo que provenía de la escuela francesa, arrancarle una hoja de laurel para la corona de sus intérpretes era un verdadero triunfo.

Vuelto ya a su patria, uno de los más célebres compositores lo asocio a sus tareas. La ópera titulada Charles de France fue escrita en su colaboración por Boilldieu.

Rosieres: he aquí el primer trabajo importante con que se dio a conocer al público de París. La parte literaria de esta ópera cómica vale muy poco: su colorido carece de vigor, su ideas son triviales, su argumento vulgar. No obstante, se escuchó con agrado y fue aplaudida en algunos pasajes gracias a la música, pero muy pronto cayó en el olvido.

La Clochette, Le Premier-venu, Les Troqueurs y algunas otras de más escaso interés, fueron las obras que en el intervalo de dos o tres años siguieron a Rosieres. Aunque concienzudamente escritas y sembradas de algunos toques felices, fueron acogidas con frialdad o disgusto. Herold se encontraba estrecho en el reducido círculo de acción de aquellos libros, esencialmente cómicos en sus tendencias, y las más veces absurdos y disparatados en su trama.

Las empresas comenzaron a dudar de su talento; los escritores le hacían responsable del mal éxito de sus obras, y Herold, reducido a la desesperación y a la impotencia, no pudiéndose revelar, falto de un poeta que lo comprendiera, se encerró en el más absoluto silencio por espacio de algunos años.

Durante ese tiempo obtuvo la plaza de maestro de coros en el teatro de la ópera italiana.

El astro de la gloria de Rossini brillaba entonces en todo su majestuoso esplendor.

Deslumbrado por él, resolvió lanzarse de nuevo a la palestra. El poco o ningún éxito de Marie, opereta escrita completamente a imitación del estilo italiano, le convenció, por último, de que tampoco era aquél su terreno.

Tres años se pasaron antes que viniese a su poder un nuevo libro cuya idea despertase un eco en su alma de artista. La lectura de L'ilusion le hizo concebir el deseo de tornar nuevamente al rudo combate que había emprendido con la indiferencia del público.

En efecto la partitura de L'ilusion, obra ligera, pero de formas originales y delicadas, obtuvo un éxito brillante. Mas este triunfo, aunque lisonjero, no satisfacía a su conciencia musical. Herold no ignoraba que su genio estaba llamado a desenvolverse en un campo más elevado, más digno. ¿Pero cuándo? He aquí lo que se preguntaba en el instante en que lo hemos dado a conocer a nuestros lectores; he aquí lo que llenaba su alma de tristeza y melancolía; porque, como a todos los que perecen arrebatados por una muerte prematura, un presentimiento vago e instintivo le decía incesantemente que su hora suprema no estaba lejos. ¡Y morir desconocido! ¡Morir sin gloria...! Esto era horrible.

De repente el eco de una voz amiga sacó al músico de su doloroso éxtasis. La noche había cerrado oscura y nebulosa. «¿Quién va...?», preguntó sobresaltado, oyendo el áspero chirrido de la puerta de su gabinete que gemía al abrirse. «Soy yo –respondió el interpelado–, no quien va, sino quien viene a hablarte de un asunto formal, superlativamente formal, formalísimo.» Herold, con su habitual sonrisa, suave expresión de bondad y tristeza, le señaló un asiento al nuevo personaje, el cual, después que un criado hubo traído luces, comenzó de este modo:

–Yo he escrito una ópera: he formado un cuerpo inanimado aún, pero capaz de contener un alma grande. Falta que el genio de la armonía le infunda la vida con su soplo misterioso. ¿Cuál es el carácter de este libro?, ¿qué género de música le conviene?, preguntas son éstas a que yo no puedo responder sino con una imagen.

«Figúrate que al borde de un camino hallas una piedra vestida de verdura y esmaltada de azules campanillas, en derredor de cuyos cálices zumba una nube de bulliciosos y trasparentes insectos con alas de oro y de luz; figúrate que los ojos de la mujer que adoras y que camina dulcemente apoyada en tu brazo, se fija en una de aquellas flores que te apresuras a coger, pero al separar las verdes hojas con tus manos, hallas debajo del riente velo de esmeraldas la losa de un sepulcro. Esto es mi obra. ¿Sabrás tú comprenderla? ¿Tú que has vivido en Italia, tú que has visto a Nápoles, donde su acción se desenvuelve palpitante, encendida como la atmósfera de fuego de aquel país?»

¡Italia! ¡Nápoles!; al oír estas dos palabras, la mirada del músico se iluminó con un suave reflejo de felicidad, la inspiración resplandecía a través de sus facciones, como la luz en una lámpara de alabastro.

–¡Que si la comprenderé! Escucha... –respondió animándose a medida que hablaba–, de esto hace bastante tiempo, pero el recuerdo de aquella tarde es la fuente de mis inspiraciones aún no reveladas, y existirá cuanto yo exista, presente en mi memoria. Vivía en Nápoles, contaba apenas veintiún años, cuando comenzó a anunciarse por las sencillas gentes de los pueblos vecinos al Vesubio que se preparaba una espantosa erupción del terrible volcán.

–¿En qué conoce –le pregunté a una aldeana–, que el fuego hierve oculto en el seno de la tierra, próximo a estallar en raudales de lava y humo?

–Miradlo –respondió–; en que los lirios de mi jardín se mecen sin que suspire la brisa del golfo.

–Has comprendido mi pensamiento –exclamó Mélesville, pues no era otro el entusiasta amigo de Herold–, ése es mi sueño: fundir en una sola concepción la esperanza y la duda, la alegría y el llanto, la luz y las tinieblas, la chispeante copa de oro del festín y el helado féretro de plomo del funeral; idea gigante a que sólo Shakespeare pudo encontrar la fórmula en sus terribles creaciones. Toma, lee, estudia tú mi libro, pues sólo tú sabrás darle la verdadera interpretación –y diciendo esto el poeta, arrojó sobre el piano el manuscrito original de Zampa. La ilusión del músico acababa de realizarse por completo.

Un año después de esta célebre noche se puso en escena la obra. Cuál fue su éxito, todo el mundo lo sabe.

Herold pudo al fin ceñir el laurel a su frente, abrasada por la calentura; pero el terrible presentimiento de morir sin ser comprendido, clavado en su alma como una saeta, dejó en ella al desprenderse una ancha herida, y tres años más tarde, cuando acababa de obtener un nuevo triunfo con la brillante partitura De Pré aux Clercs, bajó al sepulcro devorado por la tisis.